| La Historia me absolverá (Texto íntegro)Fidel Castro Ruz
Señores  magistrados:                       Nunca un  abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca  contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades.  Uno y otro, son en este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni  tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que  está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por  encima de todas las prescripciones humanas y legales.
 Quien está  hablando aborrece con toda su alma la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni  su temperamento para poses de tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si  he tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos  motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo; otro:  porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan desamparada la  patria y envilecida la justicia, puede hablar en una ocasión como ésta con  palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la verdad.
 
 No faltaron  compañeros generosos que quisieran defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me  representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge  Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo,  desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él  cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que  intervino la Audiencia,  se le concedieron diez minutos para entrevistarse conmigo en presencia de un  sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se supone que un abogado deba  conversar privadamente con su defendido, salvo que se trata de un prisionero de  guerra cubano en manos de un implacable despotismo que no reconozca reglas  legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo estuvimos dispuestos a tolerar  esta sucia fiscalización de nuestras armas para el juicio oral. ¿Querían acaso  saber de antemano con qué medios iban a ser reducidas a polvo las fabulosas  mentiras que habían elaborado en torno a los hechos del cuartel Moncada y  sacarse a relucir las terribles verdades que deseaban ocultar a toda costa? Fue  entonces cuando se decidió que, haciendo uso de mi condición de abogado,  asumiese yo mismo mi propia defensa.
 
 Esta decisión,  oída y trasmitida por el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece  que algún duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los  planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores magistrados,  cuántas presiones se han ejercido para que se me despojase también de este  derecho consagrado en Cuba por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder  a tales pretensiones porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la  indefensión. Ese acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna  razón del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar,  primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui sometido;  cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se fraguaron planes; qué  hechos gravísimos se le quieren ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas  las cosas extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo  hacer con entera claridad.
 
 Vosotros  habéis calificado este juicio públicamente como el más trascendental de la  historia republicana, y así lo habéis creído sinceramente, no debisteis  permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas a vuestra autoridad. La  primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre un centenar de  ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala de justicia,  más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados. Una gran  mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía muchos días,  después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los calabozos de los  cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el menor número,  estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo su  participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación sin precedentes  y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas que con toda mala  fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían combatido una vez  volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado nuestro; iba a librarse  contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y ciertamente que no  esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba!
 
 ¿Cómo mantener  todas su falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad  había ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando tal número  de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel, tortura y  muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el tribunal?
 
 En aquella  primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos  horas, contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de la  defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las cantidades de  dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos  reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado  con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de  los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y  generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude  cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta,  de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la  total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se  avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de  patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió  nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer  exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo  ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de  los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una  misma conciencia y dignidad los alienta a todos.
 
 Desde aquel  momento comenzó a desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras  infames que había levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de  ello que el señor fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales,  solicitando de inmediato para ellas la libertas provisional.
 
 Terminadas mis  declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del  tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los  abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí  entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir  totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes,  y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se  habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del  mundo la infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión más  cruel e inhumana de toda su historia.
 
 La segunda  sesión fue el martes 22 de septiembre. Acababan de prestar declaración apenas  diez personas y ya había logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la  zona de Manzanillo, estableciendo específicamente y haciéndola constar en acta,  la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban  por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad  abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del  tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía  permitir el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público  numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda  la Isla y los  líderes de los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en  el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo  cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus  magistrados, que permitirlo!
 
 Idearon  sustraerme del juicio y procedieron a ellos manu militari. El viernes 25 de  septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi  celda dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del penal;  estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un reconocimiento" —me  dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi salud?" —les pregunté.  Realmente, desde que los ví había comprendido el propósito. Ellos no pudieron  ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa misma tarde había estado en  la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo "le estaba haciendo en el  juicio un daño terrible al gobierno", que tenían que firmar un certificado  donde se hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir  asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que ellos, por su  parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las  persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí  era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero  tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales  propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles:  "Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío."
 
 Ellos, después  que se retiraron, firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de  buena fe que era el único modo de salvarme al vida, que veían en sumo peligro.  No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido  con la verdad, y si decirla en este caso pudieran lesionar el interés material  de esos buenos profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho  más. Aquella misma noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el  plan que se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que  certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi  vida, tenían que permitir semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para  dar a entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a  mi escrito aquel pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el  fondo de una cueva puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como  sabe el tribunal, presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera del  juicio oral del 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la  implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por  supuesto, se tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora  Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron al más apartado lugar de la  cárcel. A partir de entonces, todos los acusados eran registrados  minuciosamente, de pies a cabeza, antes de salir para el juicio.
 
 Vinieron los  médicos forenses el día 27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente  bien de salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se  me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los  días eran distribuidos, por personas desconocidas, cientos de panfletos  apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme  físicamente con pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la  denuncia oportuna de amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado  médico, n les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el  desacato abierto y descarado...
 
 Caso insólito  el que se estaba produciendo, señores magistrados: un régimen que tenía miedo  de presentar a un acusado ante los tribunales; un régimen de terror y de  sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre indefenso,  desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme privado de todo,  me privaban por último del juicio donde era el principal acusado. Téngase en  cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la suspensión de garantías y  funcionando con todo rigor la Ley  de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos  habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado!
 
 Debo hacer  hincapié en actitud insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han  mantenido en todo momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal  ordenó que cesara la inhumana incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas  veces ordenó que se respetasen mis derechos más elementales, cuantas veces  demandó que se me presentara a juicio, jamás fue obedecido; una por una, se  desacataron todas sus órdenes. Peor todavía: en la misma presencia del  tribunal, en la primera y segunda sesión, se me puso al lado una guardia  perentoria para que me impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos  de receso, dando a entender que, no ya en la prisión, sino hasta en la misma  Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el menor caso de vuestras  disposiciones. Pensaba plantear este problema en la sesión siguiente como  cuestión de elemental honor para el tribunal, pero... ya no volví más. Y si a  cambio de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que vosotros nos enviéis a  la cárcel, en nombre de una legalidad que únicamente ellos y exclusivamente  ellos están violando desde el 10 de marzo, harto triste es el papel que os  quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso ni una sola vez la  máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta esta  circunstancia.
 
 Más, todas las  medidas resultaron completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con  civismo sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber.
 
 "Sí,  vinimos a combatir por la libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo  hecho", decían uno por uno cuando eran llamados a declarar, e  inmediatamente, con impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal,  denunciaban los crímenes horribles que se habían cometido en los cuerpos de  nuestros hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en  todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de Boniato que,  pese a todas las amenazas de severos castigos, se valieron de ingeniosos medios  para poner en mis manos recortes de periódicos e informaciones de toda clase.  Vengaron así los abusos e inmoralidades del director Taboada y del teniente  supervisor Rosabal, que los hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes  privados, y encima los matan de hambre malversando los fondos de subsistencia.
 
 A medida que  se desarrolló el juicio, los papeles se invirtieron: los que iban a acusar  salieron acusados, y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó  allí a los revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama  Batista... ¡Monstrum horrendum!... No importa que los valientes y dignos  jóvenes hayan sido condenados, si mañana el pueblo condenará al dictador y a  sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas circulares mora  todavía el espectro de Castells y no se ha apagado aún el grito de tantos y  tantos asesinados; allí han ido a purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad,  secuestrados de la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la  patria. ¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y difícil  a este abogado cumplir su misión?
 
 Como resultado  de tantas maquinaciones turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y  debilidad de los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil,  adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga,  que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué  se quiere ese imponente Palacio de Justicia, donde los señores magistrados se  encontrarán, sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente, os lo advierto,  que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas  con bayonetas calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia  está enferma... y está presa.
 
 Os recuerdo  que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será "oral y  público"; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en  esta sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos  periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por  único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien soldados y  oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando!  ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé que algún día arderá en  deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y de sangre que han lanzado  sobre el uniforme militar las ambiciones de un grupito desalmado. Entonces ¡ay  de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras... si es que el  pueblo no los ha desmontado mucho antes!
 
 Por último,  debo decir que no se dejó pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de  derecho penal. Sólo puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de  prestar un letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio  Castellanos. De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de  Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos.  ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se  impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre  cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas  del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han  defendido la libertad de los pueblos.
 
 Sólo una cosa  voy a pedirle al tribunal; espero que me la conceda en compensación de tanto  exceso y desafuero como ha tenido que sufrir este acusado sin amparo alguno de  las leyes: que se respete mi derecho a expresarme con entera libertad. Sin ello  no podrán llenarse ni las meras apariencias de justicia y el último eslabón  sería, más que ningún otro, de ignominia y cobardía.
 
 Confieso que algo  me ha decepcionado. Pensé que el señor fiscal vendría con una acusación  terrible, dispuesto a justificar hasta la saciedad la pretensión y los motivos  por los cuales en nombre del derecho y de la justicia —y ¿de qué derecho y de  qué justicia? —se me debe condenar a veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha  limitado exclusivamente a leer el artículo 148 del Código de Defensa Social,  por el cual, más circunstancias agravantes, solicita para mí la respetable  cantidad de veintiséis años de prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo  para pedir y justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de  siglo. ¿Está por ventura el señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque,  según observo, su laconismo en este caso se da de narices con aquella  solemnidad con que los señores magistrados declararon, un tanto orgullosos, que  éste era un proceso de suma importancia, y yo he visto a los señores fiscales  hablar diez veces más en un simple caso de drogas heroicas para solicitar que  un ciudadano sea condenado a seis meses de prisión. El señor fiscal no ha  pronunciado una sola palabra para respaldar su petición. Soy justo...,  comprendo que es difícil, para un fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en  nombre de un gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna  legalidad y menos moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él,  quizás... tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel.  Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas con menos  talento que él escribir largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo,  pues, creer que carezca de razones para defenderlo, aunque sea durante quince  minutos, por mucha repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente?  Es indudable que en el fondo de esto hay una gran conjura.
 
 Señores  magistrados: ¿Por qué tanto interés en que me calle? ¿Por qué, inclusive, se  suspende todo género de razonamientos para no presentar ningún blanco contra el  cual pueda yo dirigir el ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece por  completo de base jurídica, moral y política para hacer un planteamiento serio  de la cuestión? ¿Es que se teme tanto a la verdad? ¿Es que se quiere que yo  hable también dos minutos y no toque aquí los puntos que tienen a ciertas  gentes sin dormir desde el 26 de julio’ Al circunscribirse la petición fiscal a  la simple lectura de cinco líneas de un artículo del Código de Defensa Social,  pudiera pensarse que yo me circunscriba a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor  de ellas, como un esclavo en torno a una piedra de molino. Pero no aceptaré de  ningún modo esa mordaza, porque en este juicio se está debatiendo algo más que  la simple libertad de un individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales  de principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate  sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y  democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber  dejado principio por defender, verdad es decir, ni crimen sin denunciar.
 
 El famoso  articulejo del señor fiscal no merece ni un minuto de réplica. Me limitaré, por  el momento, a librar contra él una breve escaramuza jurídica, porque quiero  tener limpio de minucias el campo para cuando llegue la hora de tocar el  degüello contra toda la mentira, falsedad, hipocresía, convencionalismos y  cobardía moral sin límites en que se basa esa burda comedia que, desde el 10 de  marzo y aun antes del 10 de marzo, se llama en Cuba Justicia.
 
 Es un  principio elemental de derecho penal que el hecho imputado tiene que ajustarse  exactamente al tipo de delito prescrito por la ley. Si no hay ley exactamente  aplicable al punto controvertido, no hay delito.
 
 El artículo en  cuestión dice textualmente: "Se impondrá una sanción de privación de  libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un  alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La  sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevase a  efecto la insurrección."
 
 ¿En qué país  está viviendo el señor fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido  alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a  la vista. En primer lugar, la dictadura que oprime a la nación no es un poder  constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por  encima de la Constitución,  violando la Constitución  legítima de la   República. Constitución legítima es aquella que emana  directamente del pueblo soberano. Este punto lo demostraré plenamente más  adelante, frente a todas las gazmoñerías que han inventado los cobardes y  traidores para justificar lo injustificable. En segundo lugar, el artículo  habla de Poderes, es decir, plural, no singular, porque está considerado el caso  de una república regida por un Poder Legislativo, un Poder Ejecutivo y un Poder  Judicial que se equilibran y contrapesan unos a otros. Nosotros hemos promovido  rebelión contra un poder único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno  solo los Poderes Legislativos y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el  sistema que precisamente trataba de proteger el artículo del Código que estamos  analizando. En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de  marzo, ni hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho que se  estire, se encoja o se remiende, ni una sola coma del artículo 148 es aplicable  a los hechos del 26 de Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la oportunidad en  que pueda aplicarse a los que sí promovieron alzamiento contra los Poderes  Constitucionales del Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle  la memoria al señor fiscal sobre ciertas circunstancias que lamentablemente se  le han olvidado.
 
 Os advierto  que acabo de empezar. Si en vuestras almas queda un latido de amor a la patria,  de amor a la humanidad, de amor a la justicia, escucharme con atención. Sé que  me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la  verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del  olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras  más solo me siento y quiero darle en mi corazón todo el calor que le niegan las  almas cobardes.
 
 Escuché al  dictador el lunes 27 de julio, desde un bohío de las montañas, cuando todavía  quedábamos dieciocho hombres sobre las armas. No sabrán de amarguras e  indignaciones en la vida los que no hayan pasado por momentos semejantes. Al  par que rodaban por tierra las esperanzas tanto tiempo acariciadas de liberar a  nuestro pueblo, veíamos al déspota erguirse sobre él, más ruin y soberbio que  nuca. El chorro de mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje torpe, odioso  y repugnante, sólo puede compararse con el chorro enorme de sangre joven y  limpia que desde la noche antes estaba derramando, con su conocimiento,  consentimiento, complicidad y aplauso, la más desalmada turba de asesinos que  pueda concebirse jamás. Haber creído durante un solo minuto lo que dijo es  suficiente falta para que un hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado  toda la vida. No tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la esperanza de  marcarle sobre la frente miserable la verdad que lo estigmatice por el resto de  sus días y el resto de los tiempos, porque sobre nosotros se cerraba ya el  cerco de más de mil hombres, con armas de mayor alcance y potencia, cuya  consigna terminante era regresar con nuestros cadáveres. Hoy, que ya la verdad  empieza a conocerse y que termino con estas palabras que estoy pronunciando la  misión que me impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo y feliz, por  lo cual no escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos asesinos.
 
 Es necesario  que me detengan a considerar un poco los hechos. Se dijo por el mismo gobierno  que el ataque fue realizado con tanta precisión y perfección que evidenciaba la  presencia de expertos militares en la elaboración del plan. ¡Nada más absurdo!  El plan fue trazado por un grupo de jóvenes ninguno de los cuales tenía  experiencia militar; y voy a revelar sus nombres, menos dos de ellos que no  están ni muertos mi presos: Abel Santamaría, José Luis Tasende, Renato Guitart  Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que les habla. La mitad han muerto, y  en justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares, pero  tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de condiciones, una  soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos, que no son ni  militares ni patriotas. Más difícil fue organizar, entrenar y movilizar hombres  y armas bajo un régimen represivo que gasta millones de pesos en espionaje,  soborno y delación, tareas que aquellos jóvenes y otros muchos realizaron con  seriedad, discreción y constancia verdaderamente increíbles; y más meritorio  todavía será siempre darle a un ideal todo lo que se tiene y, además, la vida.
 
 La  movilización final de hombres que vinieron a esta provincia desde los más  remotos pueblos de toda la Isla,  se llevó a cabo con admirable precisión y absoluto secreto. Es cierto  igualmente que el ataque se realizó con magnífica coordinación. Comenzó  simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en Bayamo como en Santiago de Cuba, y,  uno a uno, con exactitud de minutos y segundos prevista de antemano, fueron  cayendo los edificios que rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la  estricta verdad, aun cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar por primera  vez también otro hecho que fue fatal: la mitad del grueso de nuestras fuerzas y  la mejor armada, por un error lamentable se extravió a la entrada de la ciudad  y nos faltó en el momento decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres,  había ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos  un médico y dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el  Palacio de Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto,  noventa y cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco,  precedido por una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí  precisamente donde se inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una  patrulla de recorrido exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva,  que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia,  tomó por una calle equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que  no conocían. Debo aclarar que no albergo la menor duda sobre el valor de esos  hombres, que al verse extraviados sufrieron gran angustia y desesperación.  Debido al tipo de acción que se estaba desarrollando y al idéntico color de los  uniformes en ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto.  Muchos de ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero  heroísmo.
 
 Todo el mundo  tenía instrucciones muy precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca  un grupo de hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron  desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte en firme; y  hubo un instante, al principio, en que tres hombres nuestros, de los que habían  tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en  una barraca y detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos  prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han reconocido  que se les trató con absoluto respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una  palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo que agradecerle algo, de  corazón, al señor fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis compañeros, al  hacer su informe, tuvo la justicia de reconocer como un hecho indudable el  altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha.
 
 La disciplina  por parte del Ejército fue bastante mala. Vencieron en último término por el  número, que les daba una superioridad de quince a uno, y por la protección que  les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres tiraban mucho  mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue igualmente alto de  parte y parte.
 
 Considerando  las causas del fracaso táctico, aparte del lamentable error mencionado, estimo  que fue una falta nuestra dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado  cuidadosamente. De nuestros mejores hombres y más audaces jefes, había  veintisiete en Bayamo, veintiuno en el Hospital Civil y diez en el Palacio de  Justicia; de haber hecho otra distribución, el resultado pudo haber sido  distinto. El choque con la patrulla (totalmente casual, pues veinte segundos  antes o veinte segundos después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que  se movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en nuestras manos  sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder. Por otra parte,  salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de nuestro  lado era escasísimo. De haber tenido nosotros granadas de mano, no hubieran  podido resistir quince minutos.
 
 Cuando me  convencí de que todos los esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza,  comencé a retirar nuestros hombres en grupos de ocho y de diez. La retirada fue  protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret y de Fidel  Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército. Nuestras pérdidas en  la lucha habían sido insignificantes; el noventa y cinco por ciento de nuestros  muertos fueron producto de la crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo  cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue  copado al situarse las tropas frente a la única salida del edificio, y sólo  depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Con ellos estaba Abel  Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya  gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de Cuba. Ya veremos la  suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de  nuestra juventud.
 
 Nuestros  planes eran proseguir la lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al  regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras  fuerzas; pero ya muchos estaban desalentados. Unos veinte decidieron  presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho  hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron a las montañas.  El terreno era totalmente desconocido para nosotros. Durante una semana  ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el  Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a  subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron  la última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos;  algunos consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron  presentados por monseñor Pérez Serantes. Cuando sólo quedaban conmigo dos  compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados los tres, al  amanecer del sábado 1º de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría nos  sorprendió durmiendo. Ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda  reacción que provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió  que algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas.
 
 No necesito  desmentir aquí las estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron  los Ugalde Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su  incapacidad y sus crímenes. Los hechos están sobradamente claros.
 
 Mi propósito  no es entretener al tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es  necesario para la comprensión más exacta de lo que diré después.
 
 Quiero hacer  constar dos cosas importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud.  Primero: pudimos haber facilitado la toma del regimiento deteniendo simplemente  a todos los altos oficiales en sus residencias, posibilidad que fue rechazada,  por la consideración muy humana de evitar escenas de tragedia y de lucha en las  casas de las familias. Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio  hasta tanto no se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces  vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre.  Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una estación de radio y haber  lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último  discurso de Eduardo Chibás en la   CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e  himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor razón  cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer uso de ellos,  a pesar de lo desesperado de nuestra situación.
 
 Se ha repetido  con mucho énfasis por el gobierno que l pueblo no secundó el movimiento. Nunca  había oído una afirmación tan ingenua y, al propio tiempo, tan llena de mala  fe. Pretenden evidenciar con ello la sumisión y cobardía del pueblo; poco falta  para que digan que respalda a la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello  a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó que era una lucha entre  soldados, y no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta muchas horas después.  ¿Quién duda del valor, el civismo y el coraje sin límites del rebelde y  patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada hubiera caído en nuestras  manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las armas!  ¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes las enfermeras del Hospital  Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos jamás.
 
 No fue nunca  nuestra intención luchar con los soldados del regimiento, sino apoderarnos por  sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los  militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la  de la libertad, defender los grandes intereses de la nación y no los mezquinos  intereses de un grupito; virar las armas y disparar contra los enemigos del  pueblo, y no contra el pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto  a él, como hermanos que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que  sean; ir unidos en pos del único ideal hermosos y digno de ofrendarle la vida,  que es la grandeza y felicidad de la patria. A los que dudan que muchos  soldados se hubieran sumado a nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la  gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer de libertad?
 
 El cuerpo de la Marina no combatió contra  nosotros, y se hubiera sumado sin duda después. Se sabe que ese sector de las  Fuerzas Armadas es el menos adicto a la tiranía y que existe entre sus miembros  un índice muy elevado de conciencia cívica. Pero en cuanto al resto del  Ejército nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo sublevado? Yo afirmo que  no. El soldado es un hombre de carne y hueso, que piensa, que observa y que  siente. Es susceptible a la influencia de las opiniones, creencias, simpatías y  antipatías del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá que no puede decirla;  pero eso no significa que carezca de opinión. Le afectan exactamente los mismos  problemas que a los demás ciudadanos conciernen: subsistencia, alquiler, la  educación de los hijos, el porvenir de éstos, etcétera. Cada familiar es un  punto de contacto inevitable entre él y el pueblo y la situación presente y  futura de la sociedad en que vive. Es necio pensar que porque un soldado reciba  un sueldo del Estado, bastante módico, haya resuelto las preocupaciones vitales  que le imponen sus necesidades, deberes y sentimientos como miembro de una  familia y de una colectividad social.
 
 Ha sido  necesaria esta breve explicación porque es el fundamento de un hecho en que muy  pocos han pensado hasta el presente: el soldado siente un profundo respeto por  el sentimiento de la mayoría del pueblo. Durante el régimen de Machado, en la  misma medida en que crecía la antipatía popular, decrecía visiblemente la  fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo de mujeres estuvo a punto de  sublevar el campamento de Columbia. Pero más claramente prueba de esto un hecho  reciente: mientras el régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo su  máxima popularidad, proliferaron en el Ejército, alentadas por ex militares sin  escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de conspiraciones, y ninguna de  ellas encontró eco en la masa de los militares.
 
 El 10 de marzo  tiene lugar en el momento en que había descendido hasta el mínimo el prestigio  del gobierno civil, circunstancia que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por  qué no lo hicieron después del 1º de junio? Sencillamente porque si esperan que  la mayoría de la nación expresase sus sentimientos en las urnas, ninguna  conspiración hubiera encontrado eco en la tropa.
 
 Puede hacerse,  por tanto, una segunda afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado contra un  régimen de mayoría popular. Estas verdades son históricas, y si Batista se  empeña en permanecer a toda costa en el poder contra la voluntad absolutamente  mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico que el de Gerardo Machado.
 
 Puedo expresar  mi concepto en lo que a las Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé de ellas y  las defendía cuando todos callaban, y no lo hice para conspirar ni por interés  de ningún género, porque estábamos en plena normalidad constitucional, sino por  meros sentimientos de humanidad y deber cívico. Era en aquel tiempo el  periódico Alerta uno de los más leídos por la posición que mantenía entonces en  la política nacional, y desde sus páginas realicé una memorable campaña contra  el sistema de trabajos forzados a que estaban sometidos los soldados en las  fincas privadas de los altos personajes civiles y militares, aportando datos,  fotografías, películas y pruebas de todas clases con las que me presenté  también ante los tribunales denunciando el hecho el día 3 de marzo de 1952.  Muchas veces dije en esos escritos que era de elemental justicia aumentarles el  sueldo a los hombres que prestaban sus servicios en las Fuerzas Armadas. Quiero  saber de uno más que haya levantado su voz en aquella ocasión para protestar  contra tal injusticia. No fue por cierto Batista y compañía, que vivía muy bien  protegido en su finca de recreo con toda clase de garantías, mientras yo corría  mil riesgos sin guardaespaldas ni armas.
 
 Conforme lo  defendí entonces, ahora, cuando todos callan otra vez, le digo que se dejó  engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño y la vergüenza del 10 de  marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de los  crímenes espantosos e injustificables de Santiago de Cuba. Desde ese momento el  uniforme del Ejército está horriblemente salpicado de sangre, y si en aquella  ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los tribunales que había militares  trabajando como esclavos en las fincas privadas, hoy amargamente digo que hay  militares manchados hasta el pelo con la sangre de muchos jóvenes cubanos  torturados y asesinados. Y digo también que si es para servir a la República, defender a la  nación, respetar al pueblo y proteger al ciudadano, es justo que un soldado  gane por lo menos cien pesos; pesos es para matar y asesinar, para oprimir al  pueblo, traicionar la nación y defender los intereses de un grupito, no merece  que la República  se gaste ni un centavo en ejército, y el campamento de Columbia debe  convertirse en una escuela e instalar allí, en vez de soldados, diez mil niños  huérfanos.
 
 Como quiero  ser justo antes de todo, no puedo considerar a todos los militares solidarios  de esos crímenes, esas manchas y esas vergüenzas que son obras de unos cuantos  traidores y malvados, pero todo militar de honor y dignidad que ame su carrera  y quiera su constitución, está en el deber de exigir y luchar para que esas  manchas sean lavadas, esos engaños sean vengados y esas culpas sean castigadas  si no quieren que ser militar sea para siempre una infamia en vez de un orgullo.
 
 Claro que el  10 de marzo no tuvo más remedio que sacar a los soldados de las fincas  privadas, pero fue para ponerlos a trabajar de reporteros, choferes, criados y  guardaespaldas de toda la fauna de politiqueros que integran el partido de la  dictadura. Cualquier jerarca de cuarta o quinta categoría se cree con derecho a  que un militar le maneje el automóvil y le cuida las espaldas, cual si  estuviesen temiendo constantemente un merecido puntapié.
 
 Si existía en  realidad un propósito reivindicador, ¿por qué no se les confiscaron todas las  fincas y los millones a los que como Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna  esquilmando a los soldados, haciéndolos trabajar como esclavos y desfalcando  los fondos de las Fuerzas Armadas? Pero no: Genovevo y los demás tendrán  soldados cuidándolos en sus fincas porque en el fondo todos los generales del  10 de marzo están aspirando a hacer lo mismo y no pueden sentar semejante  precedente.
 
 El 10 de marzo  fue un engaño miserable, sí... Batista, después de fracasar por la vía electoral  él y su cohorte de politiqueros malos y desprestigiados, aprovechándose de su  descontento, tomaron de instrumento al Ejército para trepar al poder sobre las  espaldas de los soldados. Y yo sé que hay muchos hombres disgustados por el  desengaño: se les aumentó el sueldo y después con descuentos y rebajas de toda  clase se les volvió a reducir; infinidad de viejos elementos desligados de los  institutos armados volvieron a filas cerrándoles el paso a hombres jóvenes,  capacitados y valiosos; militares de mérito han sido postergados mientras  prevalece el más escandaloso favoritismo con los parientes y allegados de los  altos jefes. Muchos militares decentes se están preguntando a estas horas qué  necesidad tenían las Fuerzas Armadas de cargar con la tremenda responsabilidad  histórica de haber destrozado nuestra Constitución para llevar al poder a un  grupo de hombres sin moral, desprestigiados, corrompidos, aniquilados para  siempre políticamente y que no podían volver a ocupar un cargo público si no  era a punta de bayoneta, bayoneta que no empuñan ellos...
 
 Por otro lado,  los militares están padeciendo una tiranía peor que los civiles. Se les vigila  constantemente y ninguno de ellos tiene la menor seguridad en sus puestos:  cualquier sospecha injustificada, cualquier chisme, cualquier intriga,  cualquier confidencia es suficiente para que los trasladen, los expulsen o los  encarcelen deshonrosamente. ¿No les prohibió Tabernilla en una circular  conversar con cualquier ciudadano de la oposición, es decir, el noventa y nueve  por ciento del pueblo?... ¡Qué desconfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales de  Roma se les impuso semejante regla! Las tan cacareadas casitas para los  soldados no pasan de trescientas en toda la Isla y, sin embargo, con lo gastado en tanques,  cañones y armas había para fabricarle una casa a cada alistado; luego, lo que  le importa a Batista no es proteger al Ejército, sino que el Ejército lo  proteja a él; se aumenta su poder de opresión y de muerte, pero esto no es  mejorar el bienestar de los hombres. Guardias triples, acuartelamiento  constante, zozobra perenne, enemistad de la ciudadanía, incertidumbre del  porvenir, eso es lo que se le ha dado al soldado, o lo que es lo mismo:  "Muere por el régimen, soldado, dale tu sudor y tu sangre, te dedicaremos  un discurso y un ascenso póstumo (cuando ya no te importe), y después...  seguiremos viviendo bien y haciéndonos ricos; mata, atropella, oprime al  pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto se acabe, tú pagarás nuestros  crímenes y nosotros nos iremos a vivir como príncipes en el extranjero; y si  volvemos algún día, no toques, no toques tú ni tus hijos en la puerta de  nuestros palacetes, porque seremos millonarios y los millonarios no conocen a  los pobres. Mata, soldado, oprime al pueblo, contra ese pueblo que iba a  librarlos a ellos inclusive de la tiranía, la victoria hubiera sido del pueblo.  El señor fiscal estaba muy interesado en conocer nuestras posibilidades de  éxito. Esas posibilidades se basaban en razones de orden técnico y militar y de  orden social. Se ha querido establecer el mito de las armas modernas como  supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y frontal del pueblo contra la  tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones aparatosas de equipos  bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en la ciudadanía un  complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer  a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos a  luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados y presentes son  incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los mineros, con  cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos del ejército  regular. Pero los cubanos, por suerte, no tenemos que buscar ejemplos en otro  país, porque ninguno tan elocuente y hermoso como el de nuestra propia patria.  Durante la guerra del 95 había en Cuba cerca de medio millón de soldados  españoles sobre las armas, cantidad infinitamente superior a la que podía  oponer la dictadura frente a una población cinco veces mayor. Las armas del  ejército español eran sin comparación más modernas y poderosas que las de los  mambises; estaba equipado muchas veces con artillería de campaña, y su  infantería usaba el fusil de retrocarga similar al que usa todavía la infantería  moderna. Los cubanos no disponían por lo general de otra arma que los machetes,  porque sus cartucheras estaban casi siempre vacías. Hay un pasaje inolvidable  de nuestra guerra de independencia narrado por el general Miró Argenter, jefe  del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado en esta notica para  no abusar de la memoria.
 
 "La gente  bisoña que mandaba Pedro Delgado, en su mayor parte provista solamente de  machete, fue diezmada al echarse encima de los sólidos españoles, de tal  manera, que no es exagerado afirmar que de cincuenta hombres, cayeron la mitad.  Atacaron a los españoles con los puños ¡sin pistola, sin machete y si cuchillo!  Escudriñando las malezas de Río Hondo, se encontraron quince muertos más del  partido cubano, sin que de momento pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían.  No presentaban ningún vestigio de haber empuñado el arma: el vestuario estaba  completo, y pendiente de la cintura no tenían más que el vaso de lata; a dos  pasos de allí, el caballo exánime, con el equipo intacto. Se reconstruyó el  pasaje culminante de la tragedia: esos hombres, siguiendo a su esforzado jefe,  el teniente coronel Pedro Delgado, habían obtenido la palma del heroísmo; se  arrojaron sobre las bayonetas con las manos solas: el ruido del metal, que sonaba  en torno a ellos, era el golpe del vaso de beber al dar contra el muñón de la  montura. Maceo se sintió conmovido, él, tan acostumbrado a ver la muerte en  todas las posiciones y aspectos, y murmuró este panegírico: "Yo nunca  había visto eso; gente novicia que ataca inerme a los españoles ¡con el vaso de  beber agua por todo utensilio! ¡Y yo le daba el nombre de  impedimenta!"..."
 
 ¡Así luchan  los pueblos cuando quieren conquistar su libertad: les tiran piedras a los  aviones y viran los tanques boca arriba!
 Una vez en  poder nuestro la ciudad de Santiago de Cuba, hubiéramos puesto a los orientales  inmediatamente en pie de guerra. A Bayamo se atacó precisamente para situar  nuestras avanzadas junto al río Cauto. No se olvide nunca que esta provincia  que hoy tiene millón y medio de habitantes, es sin duda la más guerrera y  patriótica de Cuba; fue ella la que mantuvo encendida la lucha por la  independencia durante treinta años y le dio el mayor tributo de sangre,  sacrificio y heroísmo. En Oriente se respira todavía el aire de la epopeya  gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan como clarines que tocan diana  llamando a los soldados y el sol se eleva radiante sobre las empinadas  montañas, cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire.
 
 Dije que las  segundas razones en que se basaba nuestra posibilidad de éxito eran de orden  social. ¿Por qué teníamos la seguridad de contar con el pueblo? Cuando hablamos  de pueblo no entendemos por tal a los sectores acomodados y conservadores de la  nación, a los que viene bien cualquier régimen de opresión, cualquier  dictadura, cualquier despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta  romperse la frente contra el suelo. Entendemos por pueblo, cuando hablamos de  lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan  y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que  está movida por ansias digna y más justa; la que está movida por ansias  ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación  tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los  órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien,  sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de  sangre. La primera condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito,  es hacer precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y  sin miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro  de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo.  Los revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus  principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni  enemigos.
 
 Nosotros  llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están  sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su  patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan  en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el  resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de  tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no  hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros  industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas  conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales  habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a  las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el  trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores  pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya,  contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para  morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como  siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni  mejorarla, ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día  que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a  los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios  al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se  les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas,  arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros  y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,  veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores,  escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha  y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas  todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos  caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le  íbamos a decir: "Te vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes, lucha  ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la  felicidad!"
 
 En el sumario  de esta causa han de constar las cinco leyes revolucionarias que serían  proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada y divulgadas por  radio a la nación. Es posible que el coronel Chaviano haya destruido con toda  intención esos documentos, pero si él los destruyó, yo los conservo en la  memoria.
 
 La primera ley  revolucionaria devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940  como la verdadera ley suprema del Estado, en tanto el pueblo decidiese  modificarla o cambiarla, y a los efectos de su implantación y castigo ejemplar  a todos los que la habían traicionado, no existiendo órganos de elección  popular para llevarlo a cabo, el movimiento revolucionario, como encarnación  momentánea de esa soberanía, única fuente de poder legislativo, asumía todas  las facultades que le son inherentes a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar  y facultad de juzgar.
 
 Esta actitud  no podía ser más diáfana y despojada de chocherías y charlatanismos estériles:  u gobierno aclamado por la masa de combatientes, recibiría todas las  atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad  popular y de la verdadera justicia. A partir de ese instante, el Poder  Judicial, que se ha colocado desde el 10 de marzo frente a al Constitución y  fuera de la Constitución,  recesaría como tal Poder y se procedería a su inmediata y total depuración,  antes de asumir nuevamente las facultades que le concede la Ley Suprema de la República. Sin  estas medidas previas, la vuelta a la legalidad, poniendo su custodia en manos  que claudicaron deshonrosamente, sería una estafa, un engaño y una traición  más.
 
 La segunda ley  revolucionaria concedía la propiedad inembargable e instransferible de la  tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas  que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el  Estado a sus anteriores propietarios a base de la renta que devengarían por  dichas parcelas en un promedio de diez años.
 
 La tercera ley  revolucionaria otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del  treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas  industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros. Se  exceptuaban las empresas meramente agrícolas en consideración a otras leyes de  orden agrario que debían implantarse.
 
 La cuarta ley  revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del  cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña y cuota mínima de  cuarenta mil arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años  de establecidos.
 
 La quinta ley  revolucionaria ordenaba la confiscación de todos los bienes a todos los  malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herededor en  cuanto a bienes percibidos por testamento o abintestato de procedencia mal  habida, mediante tribunales especiales con facultades plenas de acceso a todas  las fuentes de investigación, de intervenir a tales efectos las compañías  anónimas inscriptas en el país o que operen en él donde puedan ocultarse bienes  malversados y de solicitar de los gobiernos extranjeros extradición de personas  y embargo de bienes. La mitad de los bienes recobrados pasarían a engrosar las  cajas de los retiros obreros y la otra mitad a los hospitales, asilos y casas  de beneficencia.
 
 Se declaraba,  además, que la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los  pueblos democráticos del continente y que los perseguidos políticos de las  sangrientas tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la  patria de Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo  generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón  vergonzoso de despotismo.
 
 Estas leyes  serían proclamadas en el acto y a ellas seguirían, una vez terminada la  contienda y previo estudio minucioso de su contenido y alcance, otra serie de  leyes y medidas también fundamentales como la reforma agraria, la reforma  integral de la enseñanza y la nacionalización del trust eléctrico y el trust  telefónico, devolución al pueblo del exceso ilegal que han estado cobrando en  sus tarifas y pago al fisco de todas las cantidades que han burlado a la  hacienda pública.
 
 Todas estas  pragmáticas y otras estarían inspiradas en el cumplimiento estricto de dos  artículos esenciales de nuestra Constitución, uno de los cuales manda que se  proscriba el latifundio y, a los efectos de su desaparición, la ley señale el  máximo de extensión de tierra que cada persona o entidad pueda poseer para cada  tipo de explotación agrícola, adoptando medidas que tiendan a revertir la  tierra al cubano; y el otro ordena categóricamente al Estado emplear todos los  medios que estén a su alcance para proporcionar ocupación a todo el que carezca  de ella y asegurar a cada trabajador manual o intelectual una existencia  decorosa. Ninguna de ellas podrá ser tachada por tanto de inconstitucional. El  primer gobierno de elección popular que surgiere inmediatamente después,  tendría que respetarlas, no sólo porque tuviese un compromiso moral con la  nación, sino porque los pueblos cuando alcanzan las conquistas que han estado  anhelando durante varias generaciones, no hay fuerza en el mundo capaz de  arrebatárselas.
 
 El problema de  la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el  problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud  del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran  encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las  libertades públicas y la democracia política.
 
 Quizás luzca  fría y teórica esta exposición, si no se conoce la espantosa tragedia que está  viviendo el país en estos seis órdenes, sumada a la más humillante opresión  política.
 
 El ochenta y  cinco por ciento de los pequeños agricultores cubanos está pagando renta y vive  bajo la perenne amenaza del desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las  mejores tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras. En Oriente,  que es la provincia más ancha, las tierras de la United Fruit Company  y la West Indies  unen la costa norte con la costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas  que no tienen una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus  hambrientos hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de poderosos  intereses, cerca de trescientas mil caballerías de tierras productivas. Si Cuba  es un país eminentemente agrícola, si su población es en gran parte campesina,  si la ciudad depende del campo, si el campo hizo la independencia, si la  grandeza y prosperidad de nuestra nación depende de un campesinado saludable y  vigoroso que ame y sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo proteja y lo  oriente, ¿cómo es posible que continúe este estado de cosas?
 
 Salvo unas  cuantas industrias alimenticias, madereras y textiles, Cuba sigue siendo una  factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar  caramelos, se exportan cueros para importar zapatos,. se exporta hierro para  importar arados... Todo el mundo está de acuerdo en que la necesidad de  industrializar el país es urgente, que hacen falta industrias químicas, que hay  que mejorar las crías, los cultivos, la técnica y elaboración de nuestras  industrias alimenticias para que puedan resistir la competencia ruinosa que  hacen las industrias europeas de queso, leche condensada, licores y aceites y  las de conservas norteamericanas, que necesitamos barcos mercantes, que el  turismo podría ser una enorme fuente de riquezas; pero los poseedores del  capital exigen que los obreros pasen bajo las horcas caudinas, el Estado se  cruza de brazos y la industrialización espera por las calendas griegas.
 
 Tan grave o  peor es la tragedia de la vivienda. Hay en Cuba doscientos mil bohíos y chozas;  cuatrocientas mil familias del campo y de la ciudad viven hacinadas en  barracones, cuarterías y solares sin las más elementales condiciones de higiene  y salud; dos millones doscientas mil personas de nuestra población urbana pagan  alquileres que absorben entre un quinto y un tercio de sus ingresos; y dos  millones ochocientas mil de nuestra población rural y suburbana carecen de luz  eléctrica. Aquí ocurre lo mismo: si el Estado se propone rebajar los alquileres,  los propietarios amenazan con paralizar todas las construcciones; si el Estado  se abstiene, construyen mientras pueden percibir un tipo elevado de renta,  después no colocan una piedra más aunque el resto de la población viva a la  intemperie. Otro tanto hace el monopolio eléctrico: extiende las líneas hasta  el punto donde pueda percibir una utilidad satisfactoria, a partir de allí no  le importa que las personas vivan en las tinieblas por el resto de sus días. El  Estado se cruza de brazos y el pueblo sigue sin casas y sin luz.
 
 Nuestro  sistema de enseñanza se complementa perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un  campo donde el guajiro no es dueño de la tierra para qué se quieren escuelas  agrícolas? ¿En una ciudad donde no hay industrias para qué se quieren escuelas  técnicas o industriales? Todo está dentro de la misma lógica absurda: no hay ni  una cosa ni otra. En cualquier pequeño país de Europa existen más de doscientas  escuelas técnicas y de artes industriales; en Cuba, no pasan de seis y los  muchachos salen con sus títulos sin tener dónde emplearse. A las escuelitas  públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la  mitad de los niños en edad escolar y muchas veces el maestro quien tiene que  adquirir con su propio sueldo el material necesario. ¿Es así como puede hacerse  una patria grande?
 
 De tanta  miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el  Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por  parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies  descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato  de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en  masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años  por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos  inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito  como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la  maldición de Dios. Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses la año,  ¿con qué puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a  los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez  millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción. El acceso a los  hospitales del Estado, siempre repletos, sólo es posible mediante la  recomendación de un magnate político que le exigirá al desdichado su voto y el  de toda su familia para que Cuba siga siempre igual o peor.
 
 Con tales  antecedentes, ¿cómo no explicarse que desde el mes de mayo al de diciembre un  millón de personas se encuentren sin trabajo y que Cuba, con una población de  cinco millones y medio de habitantes, tenga actualmente más desocupados que  Francia e Italia con una población de más de cuarenta millones cada una?
 
 Cuando  vosotros juzgáis a un acusado por robo, señores magistrados, no le preguntáis  cuánto tiempo lleva sin trabajo, cuántos hijos tiene, qué días de la semana  comió y qué días no comió, no os preocupáis en absoluto por las condiciones  sociales del medio donde vive: lo enviáis a la cárcel sin más contemplaciones.  Allí no van los ricos que queman almacenes y tiendas para cobrar las pólizas de  seguro, aunque se quemen también algunos seres humanos, porque tienen dinero de  sobra para pagar abogados y sobornar magistrados. Enviáis a la cárcel al  infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han  robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas: cenáis con  ellos a fin de año en algún lugar aristocrático y tienen vuestro respeto. En  Cuba, cuando un funcionario se hace millonario de la noche a la mañana y entra  en la cofradía de los ricos, puede ser recibido con las mismas palabras de  aquel opulento personaje de Balzac, Taillefer, cuando brindó por el joven que  acababa de heredar una inmensa fortuna: "¡Señores, bebamos al poder del  oro! El señor Valentín, seis veces millonario, actualmente acaba de ascender al  trono. Es rey, lo puede todo, está por encima de todo, como sucede a todos los  ricos. En lo sucesivo la igualdad ante la ley, consignada al frente de la Constitución, será un  mito para él, no estará sometido a las leyes, sino que las leyes se le  someterá. Para los millonarios no existen tribunales ni sanciones."
 
 El porvenir de  la nación y la solución de sus problemas no pueden seguir dependiendo del  interés egoísta de una docena de financieros, de los fríos cálculos sobre  ganancias que tracen en sus despachos de aire acondicionado diez o doce  magnates. El país no puede seguir de rodillas implorando los milagros de unos  cuantos becerros de oro que, como aquél del Antiguo Testamento que derribó la  ira del profeta, no hacen milagros de ninguna clase. Los problemas de la República sólo tienen  solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía, honradez y  patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla. Y no es con  estadistas al estilo de Carlos Saladrigas, cuyo estadismo consiste en dejarlo  todo tal cual está y pasarse la vida farfullando sandeces sobre la  "libertad absoluta de empresa", "garantías al capital de  inversión" y la "ley de la oferta y la demanda", como habrán de  resolverse tales problemas. En un palacete de la Quinta Avenida,  estos ministros pueden charlar alegremente hasta que no quede ya ni el polvo de  los huesos de los que hoy reclaman soluciones urgentes. Y en el mundo actual  ningún problema social se resuelve por generación espontánea.
 
 Un gobierno  revolucionario con el respaldo del pueblo y el respeto de la nación después de  limpiar las instituciones de funcionarios venales y corrompidos, procedería  inmediatamente a industrializar el país, movilizando todo el capital inactivo  que pasa actualmente de mil quinientos millones a través del Banco Nacional y  el Banco de Fomento Agrícola e Industrial y sometiendo la magna tarea al  estudio, dirección, planificación y realización por técnicos y hombres de  absoluta competencia, ajenos por completo a los manejos de la política.
 
 Un gobierno  revolucionario, después de asentar sobre sus parcelas con carácter de dueños a  los cien mil agricultores pequeños que hoy pagan rentas, procedería a concluir  definitivamente el problema de la tierra, primero: estableciendo como ordena la Constitución un  máximo de extensión para cada tipo de empresa agrícola y adquiriendo el exceso  por vía de expropiación, reivindicando las tierras usurpadas al Estado,  desecando marismas y terrenos pantanosos, plantando enormes viveros y  reservando zonas para la repoblación forestal; segundo: repartiendo el resto  disponible entre familias campesinas con preferencia a las más numerosas,  fomentando cooperativas de agricultores para la utilización común de equipos de  mucho costo, frigoríficos y una misma dirección profesional técnica en el  cultivo y la crianza y facilitando, por último, recursos, equipos, protección y  conocimientos útiles al campesinado.
 
 Un gobierno  revolucionario resolvería el problema de la vivienda rebajando resueltamente el  cincuenta por ciento de los alquileres, eximiendo de toda contribución a las  casas habitadas por sus propios dueños, triplicando los impuestos sobre las  casas alquiladas, demoliendo las infernales cuarterías para levantar en su  lugar edificios modernos de muchas plantas y financiando la construcción de  viviendas en toda la Isla  en escala nunca vista, bajo el criterio de que si lo ideal en el campo es que  cada familia posea su propia parcela, lo ideal en la ciudad es que cada familia  viva en su propia casa o apartamento. Hay piedra suficiente y brazos de sobra  para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos  esperando por los milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema  estará igual. Por otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica  hasta el último rincón de la Isla  son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la aplicación de la  energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará enormemente su  costo de producción.
 
 Con estas tres  iniciativas y reformas el problema del desempleo desaparecería automáticamente  y la profilaxis y al lucha contra las enfermedades sería tarea mucho más fácil.
 
 Finalmente, un  gobierno revolucionario procedería a la reforma integral de nuestra enseñanza,  poniéndola a tono con las iniciativas anteriores, para preparar debidamente a  las generaciones que están llamadas a vivir en una patria más feliz. No se  olviden las palabras del Apóstol: "Se está cometiendo en [...] América  Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los  productos del campo, se educa exclusivamente para la vida urbana y no se les  prepara para la vida campesina." "El pueblo más feliz es el que tenga  mejor educados a sus hijos, en la instrucción del pensamiento y en la dirección  de los sentimientos." "Un pueblo instruido será siempre fuerte y  libre."
 
 Pero el alma  de la enseñanza es el maestro, y a los educadores en Cuba se les paga  miserablemente; no hay, sin embargo, ser más enamorado de su vocación que el  maestro cubano. ¿Quién no aprendió sus primeras letras en una escuelita  pública? Basta ya de estar pagando con limosnas a los hombres y mujeres que  tienen en sus manos la misión más sagrada del mundo de hoy y del mañana, que es  enseñar. Ningún maestro debe ganar menos de doscientos pesos, como ningún  profesor de segunda enseñanza debe ganar menos de trescientos cincuenta, si  queremos que se dediquen enteramente a su elevada misión, si tener que vivir  asediados por toda clase de mezquinas privaciones. Debe concedérseles además a  los maestros que desempeñan su función en el campo, el uso gratuito de los medios  de transporte; y a todos, cada cinco años por lo menos, un receso en sus tareas  de seis meses con sueldo, para que puedan asistir a cursos especiales en el  país o en el extranjero, poniéndose al día en los últimos conocimientos  pedagógicos y mejorando constantemente sus programas y sistemas. ¿De dónde  sacar el dinero necesario? Cuando no se lo roben, cuando no haya funcionarios  venales que se dejen sobornar por las grandes empresas con detrimento del  fisco, cuando los inmensos recursos de la nación estén movilizados y se dejen  de comprar tanques, bombarderos y cañones en este país sin fronteras, sólo para  guerrear contra el pueblo, y se le quiera educar en vez de matar, entonces  habrá dinero de sobra.
 
 Cuba podría  albergar espléndidamente una población tres veces mayor; no hay razón, pues,  para que exista miseria entre sus actuales habitantes. Los mercados debieran  estar abarrotados de productos; las despensas de las casas debieran estar  llenas; todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente. No, eso no  es inconcebible. Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre  mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo inconcebible es que haya  niños que mueran sin asistencia médica, lo inconcebible es que el treinta por  ciento de nuestros campesinos no sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento  no sepa de historia de Cuba; lo inconcebible es que la mayoría de las familias  de nuestros campos estén viviendo en peores condiciones que los indios que  encontró Colón al descubrir la tierra más hermosa que ojos humanos vieron.
 
 A los que me  llaman por esto soñador, les digo como Martí: "El verdadero hombre no mira  de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése es [...] el  único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que  haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir los pueblos,  llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir,  sin una sola excepción, está del lado del deber."
 
 Únicamente  inspirados en tan elevados propósitos, es posible concebir el heroísmo de los  que cayeron en Santiago de Cuba. Los escasos medios materiales con que hubimos  de contar, impidieron el éxito seguro. A los soldados les dijeron que Prío nos  había dado un millón de pesos; querían desvirtuar el hecho más grave para  ellos: que nuestro movimiento no tenía relación alguna con el pasado, que era  una nueva generación cubana con sus propias ideas, la que se erguía contra la  tiranía, de jóvenes que no tenían apenas siete años cuando Batista comenzó a  cometer sus primeros crímenes en el año 34. La mentira del millón no podía ser  más absurda: si con menos de veinte mil pesos armamos cientos sesenta y cinco  hombres y atacamos un regimiento y un escuadrón, con un millón de pesos  hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar cincuenta regimientos,  cincuenta escuadrones, y Ugalde Carrillo no se habría enterado hasta el domingo  26 de julio a las 5_15 de la mañana. Sépase que por cada uno que vino a  combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no vinieron porque no  había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La Habana con la manifestación  estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban seis cuadras en masa compacta.  Doscientos más que hubieran podido venir o veinte granadas de mano en nuestro  poder, y tal vez le habríamos ahorrado a este honorable tribunal tantas  molestias.
 
 Los políticos  se gastan en sus campañas millones de pesos sobornando conciencias, y un puñado  de cubanos que quisieron salvar el honor de la patria tuvo que venir a afrontar  la muerte con las manos vacías por falta de recursos. Eso explica que al país  lo hayan gobernado hasta ahora, no hombres generosos y abnegados, sino el bajo  mundo de la politiquería, el hampa de nuestra vida pública.
 
 Con mayor orgullo  que nunca digo que consecuentes con nuestros principios, ningún político de  ayer nos vi tocar a sus puertas pidiendo un centavo, que nuestros medios se  reunieron con ejemplos de sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel  joven, Elpidio Sosa, que vendió su empleo y se me presentó un día con  trescientos pesos "para la causa"; Fernando Chenard, que vendió sus  aparatos de su estudio fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro  Marrero, que empeñó su sueldo de muchos meses y fue preciso prohibirle que  vendería también los muebles de su casa; Oscar Alcalde, que vendió su  laboratorio de productos farmacéuticos; Jesús Montané, que entregó el dinero  que había ahorrado durante más de cinco años; y así por el estilo muchos más,  despojándose cada cual de lo poco que tenía.
 
 Hace falta  tener una fe muy grande en su patria para proceder así, y estos recuerdos de  idealismo me llevaron directamente al más amargo capítulo de esta defensa: el  precio que les hizo pagar la tiranía por querer librar a Cuba de la opresión y  la injusticia.
 
 ¡Cadáveres amados los que un día
 Ensueños fuisteis de la patria mía,
 Arrojad, arrojad sobre mi frente
 Polvo de vuestros huesos carcomidos!
 ¡Tocad mi corazón con vuestras manos!
 ¡Gemid a mis oídos!
 ¡Cada uno ha de ser de mis gemidos
 Lágrimas de uno más de los tiranos!
 ¡Andad a mi rencor; vagad en tanto
 Que mi ser vuestro espíritu recibe
 Y dadme de las tumbas el espanto,
 Que es poco ya para llorar el llanto
 Cuando en infame esclavitud se vive!
 
 Multiplicad  por diez el crimen del 27 de noviembre de 1871 y tendréis los crímenes  monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de julio de 1953 en Oriente. Los  hechos están recientes todavía, pero cuando los años pasen y el cielo de la  patria se despeje, cuando los ánimos exaltados se aquieten y el miedo no turbe  los espíritus, se empezará a ver en toda su espantosa realidad la magnitud de  la masacre, y las generaciones venideras volverán aterrorizadas los ojos hacia  este acto de barbarie sin precedentes en nuestra historia. Pero no quiero que  la ira me ciegue, porque necesito toda la claridad de mi mente y la serenidad  del corazón destrozado para exponer los hechos tal como ocurrieron, con toda  sencillez, antes que exagerar el dramatismo, porque siento vergüenza, como  cubano, que unos hombres sin entrañas, con sus crímenes incalificables, hayan  deshonrado nuestra patria ante el mundo.
 
 No fue nunca  el tirano Batista un hombre de escrúpulos que vacilara antes de decir al pueblo  la más fantástica mentira. Cuando quiso justificar el traidor cuartelazo del 10  de marzo, inventó un supuesto golpe militar que habría de ocurrir en el mes de  abril y que "él quiso evitar para que no fuera sumida en sangre la  república", historieta ridícula que no creyó nadie; y cuando quiso sumir  en sangre la república y ahogar en el terror, la tortura y el crimen la justa  rebeldía de una juventud que no quiso ser esclava suya, inventó entonces  mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco respeto se le tiene a un pueblo,  cuando se le trata de engañar tan miserablemente! El mismo día que fui  detenido, yo asumí públicamente la responsabilidad del movimiento armado del 26  de julio, y si una sola de las cosas que dijo el dictador contra nuestros  combatientes en su discurso del 27 de julio hubiese sido cierta, bastaría para  haberme quitado la fuerza moral en el proceso. Sin embargo, ¿por qué no se me  llevó al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados médicos? ¿Por qué se  violaron todas las leyes del procedimiento y se descartaron escandalosamente  todas las órdenes del tribunal? ¿Por qué se hicieron cosas nunca vistas en  ningún proceso público a fin de evitar a toda costa mi comparecencia? Yo en  cambio hice lo indecible por estar presente, reclamando del tribunal que se me  llevase al juicio en cumplimiento estricto de las leyes, denunciando las  maniobras estricto de las leyes, denunciando para impedirlo; quería discutir  con ellos frente a frente y cara a cara. Ellos no quisieron: ¿Quién temía la  verdad y quién no la temía?
 
 Las cosas que  afirmó el dictador desde el polígono del campamento de Columbia, serían dignas  de risa si no estuviesen tan empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran  un grupo de mercenarios entre los cuales había numerosos extranjeros; dijo que  la parte principal del plan era un atentado contra él —él, siempre él—, como si  los hombres que atacaron el baluarte del Moncada no hubieran podido matarlo a  él y a veinte como él, de haber estado conformes con semejantes métodos; dijo  que el ataque había sido fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo,  y se ha comprobado ya hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda relación  entre este movimiento y el régimen pasado; dijo que estábamos armados de  ametralladoras y granadas de mano, y aquí los técnicos del Ejército han  declarado que sólo teníamos una ametralladora degollado a la posta, y ahí han  aparecido en el sumario los certificados de defunción y los certificados  médicos correspondientes a todos los soldados muertos o heridos, de donde  resulta que ninguno presentaba lesiones de arma blanca. Pero sobre todo, lo más  importante, dijo que habíamos acuchillado a los enfermos del Hospital Militar,  y los médicos de ese mismo hospital, ¡nada menos que los médicos del Ejército!,  han declarado en el juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros,  que ningún enfermo fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja,  correspondiente a un empleado sanitario que se asomó imprudentemente por una  ventana.
 
 Cuando un jefe  de Estado o quien pretende serlo hace declaraciones al país, no habla por  hablar: alberga siempre algún propósito, persigue siempre un efecto, lo anima  siempre una intención. Si ya nosotros habíamos sido militarmente vencidos, si  ya no significábamos un peligro real para la dictadura, ¿por qué se nos  calumniaba de ese modo? Si no está claro que era un discurso sangriento, si no  es evidente que se pretendía justificar los crímenes que se estaban cometiendo  desde la noche anterior y que se irían a cometer después, que hablen por mí los  números: el 27 de julio, en su discurso desde el polígono militar, Batista dijo  que los atacantes habíamos tenido treinta y dos muertos; al finalizar la semana  los muertos ascendían a más de ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en  qué combates murieron esos jóvenes? Antes de hablar Batista se habían asesinado  más de veinticinco prisioneros; después que habló Batista se asesinaron  cincuenta.
 
 ¡Qué sentido  del honor tan grande el de esos militares modestos, técnicos y profesionales  del Ejército, que al comparecer ante el tribunal no desfiguraron los hechos y  emitieron sus informes ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son militares  que honran el uniforme, ésos sí son hombres! Ni el militar verdadero ni el  verdadero hombre es capaz fe manchar su vida con la mentira o el crimen. Yo sé  que están terriblemente indignados con los bárbaros asesinatos que se  cometieron, yo sé que sienten con repugnancia y vergüenza el olor a sangre  homicida que impregna hasta la última piedra del cuartel Moncada.
 
 Emplazo al  dictador a que repita ahora, si puede, sus ruines calumnias por encima del  testimonio de esos honorables militares, lo emplazo a que justifique ante el  pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio, ¡que no se calle, que hable!, que  digan quiénes son los asesinos, los despiadados, los inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a  ponerles en el pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes  repugnantes que se cometieron; que asuma desde ahora la responsabilidad ante la  historia y no pretenda decir después que fueron los soldados sin órdenes suyas,  que explique a la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La  nación necesita una explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige.
 
 Se sabía que  en 1933, al finalizar el combate del hotel Nacional, algunos oficiales fueron  asesinados después de rendirse, lo cual motivó una enérgica protesta de la  revista Bohemia; se sabía también que después de capitulado el fuerte de Atarés  las ametralladoras de los sitiadores barrieron una fila de prisioneros y que un  soldado, preguntando quién era Blas Hernández, lo asesinó disparándole un tiro  en pleno rostro, soldado que en premio de su cobarde acción fue ascendido a  oficial. Era conocido que el asesinato de prisioneros está fatalmente unido en  la historia de Cuba al nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que no lo  comprendimos claramente! Sin embargo, en aquellas ocasiones los hechos  ocurrieron en cuestión de minutos, no más que lo de una ráfaga de  ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía exaltados, aunque nunca tendrá  justificación semejante proceder.
 
 No fue así en  Santiago de Cuba. Aquí todas las formas de crueldad, ensañamiento y barbarie  fueron sobrepasadas. No se mató durante un minuto, una hora o un día entero,  sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea  y los disparos no cesaron un instante como instrumentos de exterminio manejados  por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un  taller de tortura y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme  militar en delantales de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre; en las  paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos  humanos, chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió  de oscura y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de  Cuba habían escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte,  la inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza."
 
 No cubrieron  ni siquiera las apariencias, no se preocuparon lo más mínimo por disimular lo  que estaban haciendo: creían haber engañado al pueblo con sus mentiras y ellos  mismos terminaron engañándose. Se sintieron amos y señores del universo, dueños  absolutos de la vida y la muerte humana. Así, el susto de la madrugada lo  disiparon en un festín de cadáveres, en una verdadera borrachera de sangre.
 
 Las crónicas  de nuestra historia, que arrancan cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan  muchos hechos de crueldad, desde las matanzas de indios indefensos, las  atrocidades de los piratas que asolaban las costas, las barbaridades de los  guerrilleros en la lucha de la independencia, los fusilamientos de prisioneros  cubanos por el ejército de Weyler, los horrores del machadato, hasta los  crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se escribió una página sangrienta  tan triste y sombría, por el número de víctimas y por la crueldad de sus  victimarios, como en Santiago de Cuba. Sólo un hombre en todos esos siglos ha  manchado de sangre dos épocas distintas de nuestra existencia histórica y ha  clavado sus garras en la carne de dos generaciones de cubanos. Y para derramar  este río de sangre sin precedentes esperó que estuviésemos en el Centenario del  Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años la república que tantas vidas costó  para la libertad, porque pesa sobre un hombre que había gobernado ya como amo  durante once largos años este pueblo que por tradición y sentimiento ama la  libertad y repudie el crimen con toda su alma, un hombre que no ha sido,  además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni caballero un solo minuto de su vida  pública.
 
 No fue  suficiente la traición de enero de 1934, los crímenes de marzo de 1935, y los  cuarenta millones de fortuna que coronaron la primera etapa; era necesaria la  traición de marzo de 1952, los crímenes de julio de 1953 y los millones que  sólo el tiempo dirá. Dante dividió su infierno en nueve círculos: puso en el  séptimo a los criminales, puso en el octavo a los ladrones y puso en el noveno  a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los demonios para buscar un sitio  adecuado al alma de este hombre... si este hombre tuviera alma! Quien alentó  los hechos atroces de Santiago de Cuba, no tiene entrañas siquiera.
 
 Conozco muchos  detalles de la forma en que se realizaron esos crímenes por boca de algunos  militares que,. llenos de vergüenza, me refirieron las escenas de que habían  sido testigos.
 
 Terminado el  combate se lanzaron como fieras enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba  y contra la población indefensa saciaron las primeras iras. En plena calle y  muy lejos del lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho de un balazo a  un niño inocente que jugaba junto a la puerta de su casa, y cuando el padre se  acercó para recogerlo, le atravesaron la frente con oro balazo. Al  "Niño" Cala, que iba para su casa con un cartucho de pan en las  manos, lo balacearon sin mediar palabra. Sería interminable referir los  crímenes y atropellos que se cometieron contra la población civil. Y si de esta  forma actuaron con los que no habían participado en la acción, ya puede  suponerse la horrible suerte que corrieron los prisioneros participantes o que  ellos creían que habían participado: porque así como en esta causa involucraron  a muchas personas ajenas por completo a los hechos, así también mataron a  muchos de los prisioneros detenidos que no tenían nada que ver con el ataque;  éstos no están incluidos en las cifras de víctimas que han dado, las cuales se  refieren exclusivamente a los hombres nuestros. Algún día se sabrá el número  total de inmolados.
 
 El primer  prisionero asesinado fue nuestro médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba  armas ni uniforme y vestía su bata de galeno, un hombre generoso y competente  que hubiera atendido con la misma devoción tanto al adversario como al amigo  herido. En el camino del Hospital Civil al cuartel le dieron un tiro por la  espalda y allí lo dejaron tendido boca abajo en un charco de sangre. Pero la  matanza en masa de prisioneros no comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde.  Hasta esa hora esperaron órdenes. Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz  Tamayo, quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se  encontraban Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz  Tamayo y oros. Dijo que "era una vergüenza y un deshonor para el Ejército  haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que había  que matar diez prisioneros por cada soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!.
 
 En todo grupo  humano hay hombres que bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de  todos los atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos  refrenados por la disciplina y el hábito social, pero que si se les da a beber  sangre en un río no cesarán hasta que los haya secado. Lo que estos hombres  necesitan precisamente era esa orden. En sus manos precio lo mejor de Cuba: lo  más valiente, lo más honrado, lo más idealista. El tirano los llamó  mercenarios, y allí estaban ellos muriendo como héroes en manos de hombres que  cobran un sueldo de la   República y que con las armas que ella les entregó para que  la defendieran sirven los intereses de una pandilla y asesinan a los mejores  ciudadanos.
 
 En medio de  las torturas les ofrecían la vida si traicionando su posición ideológica se  prestaban a declarar falsamente que Prío les había dado el dinero, y como ellos  rechazaban indignados la proposición, continuaban torturándolos horriblemente.  Les trituraron los testículos y les arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó,  ni se oyó un lamento ni una súplica: aun cuando los habían privado de sus  órganos viriles, seguían siendo mil veces más hombres que todos sus verdugos  juntos. Las fotografías no mientan y esos cadáveres aparecen destrozados.  Ensayaron otros medios; no podían con el valor de los hombres y probaron el  valor de las mujeres. Con un ojo humano ensangrentado en las manos se  presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se encontraban  las compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, y dirigiéndose a la última  mostrándole el ojo, le dijeron: "Este es de tu hermano, si tú no dices lo  que no quiso decir, le arrancaremos el otro." Ella, que quería a su  valiente hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad:  "Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré  yo." Más tarde volvieron y las quemaron en los brazos con colillas  encendidas, hasta que por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a  la joven Haydée Santamaría: "Ya no tienes novio porque te lo hemos matado  también." Y ella les contestó imperturbable otra vez: "Él no está  muerto, porque morir por la patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar  tan alto de heroísmo y dignidad el nombre de la mujer cubana.
 
 No respetaron  ni siquiera a los heridos en el combate que estaban recluidos en distintos  hospitales de la ciudad, adonde los fueron a buscar como buitres que siguen la  presa. En el Centro Gallego penetraron hasta el salón de operaciones en el  instante mismo que recibían transfusión de sangre dos heridos graves; los  arrancaron de las mesas y como no podían estar en pie, los llevaron arrastrando  hasta la planta baja donde llegaron cadáveres.
 
 No pudieron  hacer lo mismo en la   Colonia Española, donde estaban recluidos los compañeros  Gustavo Arcos y José Ponce, porque se los impidió valientemente el doctor  Posada diciéndoles que tendrían que pasar sobre su cadáver.
 
 A Pedro Miret,  Abelardo Crespo y Fidel Labrador les inyectaron aire y alcanfor en las venas  para matarlos en el Hospital Militar. Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico  del Ejército y verdadero militar de honor, que a punta de pistola se los arrebató  a los verdugos y los trasladó al Hospital Civil. Estos cinco jóvenes fueron los  únicos heridos que pudieron sobrevivir.
 
 Por las  madrugadas eran sacados del campamento grupos de hombres y trasladados en  automóviles a Siboney, La Maya,  Songo y otros lugares, donde se les bajaba atados y amordazados, ya deformados  por las torturas, para matarlos en parajes solitarios. Después los hacían  constar como muertos en combate con el Ejército. Esto lo hicieron durante  varios días y muy pocos prisioneros de los que iban siendo detenidos  sobrevivieron. A muchos los obligaron antes a cavar su propia sepultura. Uno de  los jóvenes, cuando realizaba aquella operación, se volvió y marcó en el rostro  con la pica a uno de los asesinos. A otros, inclusive, los enterraron vivos con  las manos atadas a la espalda. Muchos lugares solitarios sirven de cementerio a  los valientes. Solamente en el campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados.  Algún día serán desenterrados y llevados en hombros del pueblo hasta el  monumento que, junto a la tumba de Martí, la patria libre habrá de levantarles  a los "Mártires del Centenario".
 
 El último  joven que asesinaron en la zona de Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían  detenido en una cueva en Siboney el jueves 30 por la mañana junto con el  compañero Ciro Redondo. Cuando los llevaban caminando por la carretera con los  brazos en alto, le dispararon al primero un tiro por la espalda y ya en el  suelo lo remataron con varias descargas más. Al segundo lo condujeron hasta el  campamento; cuando lo vio el comandante Pérez Chaumont exclamó: "¡Y a éste  para qué me lo han traído!" El tribunal pudo escuchar la narración del  hecho por boca de este joven que sobrevivió gracias a lo que Pérez Chaumont  llamó "una estupidez de los soldados".
 
 La consigna  era general en toda la provincia. Diez días después del 26, un periódico de  esta ciudad publicó la noticia de que, en la carretera de Manzanillo a Bayamo,  habían aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se supo que eran los  cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí también ocurrió algo  extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado del cuartel de  Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la carretera los bajaron  y después de golpearlos hasta hacerles perder el sentido, los estrangularon con  una soga. Pero cuando ya los habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés  García, recobró el sentido, buscó refugio en casa de un campesino y gracias a  ello también el tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles el crimen. Este  joven fue el único sobreviviente de todos los prisioneros que se hicieron en la  zona de Bayamo.
 
 Cerca del río  Cauto, en un lugar conocido por Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego  los cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y Andrés Valdés, asesinados a  medianoche en el camino de Alto Cedro a Palma Soriano por el sargento Montes de  Oca, jefe de puesto del cuartel de Miranda, el cabo Maceo y el teniente jefe de  Alto Cedro, donde aquéllos fueron detenidos.
 
 En los anales  del crimen merece mención de honor el sargento Eulalio González, del cuartel  Moncada, apodado "El Tigre". Este hombre no tenía después el menor  empacho para jactarse de sus tristes hazañas. Fue él quien con sus propias  manos asesinó a nuestro compañero Abel Santamaría. Pero no estaba satisfecho. Un  día en que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos patios sostiene una cría  de gallos finos, montó el mismo ómnibus donde viajaba la madre de Abel. Cuando  aquel monstruo comprendió de quien se trataba, comenzó a referir en alta voz  sus proezas y dijo bien alto para que lo oyera la señora vestida de luto:  "Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando." Los  sollozos de aquella madre ante la afrenta cobarde que le infería el propio  asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna palabra el oprobio moral sin  precedentes que está sufriendo nuestra patria. A esas mismas madres, cuando  iban al cuartel Moncada preguntando por sus hijos, con cinismo inaudito les  contestaban: "¡Cómo no, señora!; vaya a verlo al hotel Santa Ifigenia  donde se lo hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o los responsables de  estos hechos tendrán que sufrir un escarmiento terrible! Hombres desalmados que  insultaban groseramente al pueblo cuando se quitaban los sombreros al paso de  los cadáveres de los revolucionarios.
 
 Tantas fueron  las víctimas que todavía el gobierno no se ha atrevido a dar las listas  completas, saben que las cifras no guardan proporción alguna. Ellos tienen los  nombres de todos los muertos porque antes de asesinar a los prisioneros les  tomaban las generales. Todo ese largo trámite de identificación a través del  Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay familias que no saben todavía la  suerte de sus hijos. Si ya han pasado casi tres meses, ¿por qué no se dice la  última palabra?
 
 Quiero hacer  constar que a los cadáveres se les registraron los bolsillos buscando hasta el  último centavo y se les despojó de las prendas personales, anillos y relojes,  que hoy están usando descaradamente los asesinos.
 
 Gran parte de  lo que acabo de referir ya lo sabíais vosotros, señores magistrados, por las  declaraciones de mis compañeros. Pero véase cómo no han permitido venir a este  juicio a muchos testigos comprometedores y que en cambio asistieron a las  sesiones del otro juicio. Faltaron, por ejemplo, todas las enfermeras del Hospital  Civil, pese a que están aquí al lado nuestro, trabajando en el mismo edificio  donde se celebra esta sesión; no las dejaron comparecer para que no pudieran  afirmar ante el tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí fueron  detenidos veinte hombres vivos, además del doctor Mario Muñoz. Ellos temían que  el interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer deducir por escrito  testimonios muy peligrosos.
 
 Pero vino el  comandante Pérez Chaumont y no pudo escapar. Lo que ocurrió con este héroe de  batallas contra hombres sin armas y maniatados, da idea de lo que hubiera  pasado en el Palacio de Justicia si no me hubiesen secuestrado del proceso. Le  pregunté cuántos hombres nuestros habían muerto en sus célebres combates de  Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin que veintiuno. Como yo sé que  esos combates no ocurrieron nunca, le pregunté cuántos heridos habíamos tenido.  Me contestó que ninguno: todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que  si el Ejército estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinados a  boca de jarro no hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había tenido el  Ejército. Me contestó que dos heridos. Le pregunté por último que si alguno de  esos heridos había muerto, y me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos  los heridos del Ejército y resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese  mismo comandante Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado  veintiún jóvenes indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio  que vale más de cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses de marzato. ¡Y  si eso ha ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado los generales!.
 
 Señores  magistrados: ¿Dónde están nuestros compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y  29 de julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona de Santiago de Cuba?  solamente tres y las dos muchachas han comparecido, los demás sancionados  fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde están nuestros compañeros heridos?  Solamente cinco han aparecido: al resto lo asesinaron también. Las cifras son  irrebatibles. Por aquí, en cambio, han desfilado veinte militares que fueron  prisioneros nuestros y que según sus propias palabras no recibieron ni una  ofensa. Por aquí han desfilado treinta heridos del Ejército, muchos de ellos en  combates callejeros, y ninguno fue rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve  muertos y treinta heridos, ¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido ochenta  muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca combates de veintiún muertos y ningún  herido como los famosos de Pérez Chaumont?
 
 Ahí están las  cifras de bajas en los recios combates de la Columna Invasora  en la guerra del 95, tanto aquellos en que salieron victoriosas como en los que  fueron vencidas las armas cubanas: combate de Los Indios, en Las Villas: doce  heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo: cuatro muertos, veintitrés  heridos; combate de Calimete: dieciséis muertos, sesenta y cuatro heridos;  combate de La Palma:  treinta y nueve muertos, ochenta y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco  muertos, trece heridos; combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y cinco  heridos; combate de San Gabriel del Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos...  en todos absolutamente el número de heridos es dos veces, tres veces y hasta  diez veces mayor que el de muertos. No existían entonces los modernos adelantos  de la ciencia médica que disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede  explicarse la fabulosa proporción de dieciséis muertos por un herido, si no es  rematando a éstos en los mismos hospitales y asesinando después a los  indefensos prisioneros? Estos números hablan sin réplica posible.
 
 "Es una  vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces  más bajas que los atacantes; hay que matar diez prisioneros por cada soldado  muerto..." Ése es el concepto que tienen del honor los cabos furrieles  ascendidos a generales del 10 de marzo, y ése es el honor que le quieren  imponer al Ejército nacional. Honor falso, honor fingido, honor de apariencia  que se basa en la mentira, la hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con  sangre una careta de honor. ¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor?  ¿Quién les dijo que el honor de un Ejército consiste en asesinar heridos y  prisioneros de guerra?
 
 En las guerras  los ejércitos que asesinan a los prisioneros se han ganado siempre el desprecio  y la execración del mundo. Tamaña cobardía no tiene justificación ni aun  tratándose de enemigos de la patria invadiendo el territorio nacional. Como  escribió un libertador de la   América del Sur, "ni la más estricta obediencia militar  puede cambiar la espada del soldado en cuchilla de verdugo." El militar de  honor no asesina al prisionero indefenso después del combate, sino que lo  respeta; no remata al herido, sino que lo ayuda; impide el crimen y si no puede  impedirlo hace como aquel capitán español que al sentir los disparos con que  fusilaban a los estudiantes quebró indignado su espada y renunció a seguir  sirviendo a aquel ejército.
 
 Los que  asesinaron a los prisioneros no se comportaron como dignos compañeros de los que  murieron. Yo vi muchos soldados combatir con magnífico valor, como aquéllos de  la patrulla que dispararon contra nosotros sus ametralladoras en un combate  casi cuerpo a cuerpo o aquel sargento que desafiando la muerte se apoderó de la  alarma para movilizar el campamento. Unos están vivos, me alegro; otros están  muertos; sólo siento que hombres valerosos caigan defendiendo una mala causa.  Cuando Cuba sea libre, debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y  los hijos de los valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes  de las desgracias de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta nefasta  situación.
 
 Pero el honor  que ganaron los soldados para las armas murieron en combate lo mancillaron los  generales mandando asesinar prisioneros después del combate. Hombres que se  hicieron generales de la madrugada al amanecer sin haber disparado un tiro, que  compraron sus estrellas con alta traición a la República, que mandan  asesinar los prisioneros de un combate en que no participaron: ésos son los  generales del 10 de marzo, generales que no habrían servido ni para arrear las  mulas que cargaban la impedimenta del Ejército de Antonio Maceo.
 
 Si el Ejército  tuvo tres veces más bajas que nosotros fue porque nuestros hombres estaban  magníficamente entrenados, como ellos mismos dijeron, y porque se habían tomado  medidas tácticas adecuadas como ellos mismos reconocieron. Si el Ejército no  hizo un papel más brillante, si fue totalmente sorprendido pese a los millones  que se gasta el SIM en espionaje, si sus granadas de mano no explotaron porque  estaban viejas, se debe a que tiene generales como Martín Díaz Tamayo y  coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto del Río Chaviano. No fueron diecisiete  traidores metidos en las filas del Ejército como el 10 de marzo, sino ciento  sesenta y cinco hombres que atravesaron la Isla de un extrema a otro para afrontar la muerte  a cara descubierta. Si esos jefes hubieran tenido honor militar habrían  renunciado a sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal  en la sangre de los prisioneros.
 
 Matar  prisioneros indefensos y después decir que fueron muertos en combate, ésa es  toda la capacidad militar de los generales del 10 de marzo. Así actuaban en los  años más crueles de nuestra guerra de independencia los peores matones de  Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra nos narran el siguiente pasaje:  "El día 23 de febrero entró en Punta Brava el oficial Baldomero Acosta con  alguna caballería, al tiempo que, por el camino opuesto, acudía un pelotón del regimiento  Pizarro al mando de un sargento, allí conocido por Barriguilla. Los insurrectos  cambiaron algunos tiros con la gente de Pizarro, y se retiraron por el camino  que une a Punta Brava con el caserío de Guatao. A los cincuenta hombres de  Pizarro seguía una compañía de voluntarios de Marianao y otra del cuerpo de  Orden Público, al mando del capitán Calvo [...] Siguieron marcha hacia Guatao,  y al penetrar la vanguardia en el caserío se inició la matanza contra el  vecindario pacífico; asesinaron a doce habitantes del lugar. [...] Con la mayor  celeridad la columna que mandaba el capitán Calvo, echó mano a todos os vecinos  que corrían por el pueblo, y amarrándolos fuertemente en calidad de prisioneros  de guerra, los hizo marchar para La   Habana. [...] No saciados aún con los atropellos cometidos en  las afueras de Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó la  muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El marqués de  Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la costosísima victoria  obtenida por las armas españolas; pero el comandante Zugasti, hombre de  pundonor, denunció al gobierno lo sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos  pacíficos las muertes perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento  Barriguilla.
 
 "La  intervención de Weyler en este horrible suceso y su alborozo al conocer los  pormenores de la matanza, se descubre de un modo palpable en el despacho  oficial que dirigió al ministro de la   Guerra a raíz de la cruenta inmolación. "Pequeña columna  organizada por comandante militar Marianao con fuerzas de la guarnición,  voluntarios y bomberos a las órdenes del capitán Calvo de Orden público, batió,  destrozándolas, partidas de Villanueva y Baldomero Acosta cerca de Punta Brava  (Guatao), causándoles veinte muertos, que entregó, para su enterramiento al  alcalde Guatao, haciéndoles quince prisioneros, entre ellos un herido [...] y  suponiendo llevan muchos heridos; nosotros tuvimos un herido grave, varios  leves y contusos. Weyler"."
 
 ¿En qué se  diferencia este parte de guerra de Weyler de los partes del coronel Chaviano  dando cuenta de las victorias del comandante Pérez Chaumont? Sólo en que Weyler  comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó veintiuno; Weyler menciona un  soldado herido en sus filas, Chaviano menciona dos; Weyler habla de un herido y  quince prisioneros en el campo enemigo, Chaviano no habla de heridos ni  prisioneros.
 
 Igual que  admiré el valor de los soldados que supieron morir, admiro y reconozco que  muchos militares se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella  orgía de sangre. No pocos prisioneros que sobrevivieron les deben la vida a la  actitud honorable de militares como el teniente Sarría, el teniente Camps, el  capitán Tamayo y otros que custodiaron caballerosamente a los detenidos. Si  hombres como ésos no hubiesen salvado en parte el honor de las Fuerzas Armadas,  hoy sería más honroso llevar arriba un trapo de cocina que un uniforme.
 Para mis  compañeros muertos no clamo venganza. Como sus vidas no tenían precio, no  podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos. No es con sangre  como pueden pagarse las vidas de los jóvenes que mueren por el bien de un  pueblo; la felicidad de ese pueblo es el único precio digno que puede pagarse  por ellas.
 
 Mis  compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y  sus matadores han de ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el  espectro victorioso de su ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un  límite al llanto sobre las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito a  la patria y a la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que no teme ni se  abata ni se debilita jamás; porque los cuerpos de los mártires son el altar más  hermoso de la honra."
 
 [...] Cuando se muere
 En brazos de la patria agradecida,
 La muerte acaba, la prisión se rompe;
 ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!
 
 Hasta aquí me  he concretado casi exclusivamente a los hechos. Como no olvido que estoy  delante de un tribunal de justicia que me juzga, demostraré ahora que  únicamente de nuestra parte está el derecho y que la sanción impuesta a mis  compañeros y la que se pretende imponerme no tiene justificación ante la razón,  ante la sociedad y ante la verdadera justicia.
 
 Quiero ser  personalmente respetuoso con los señores magistrados y os agradezco que no  veáis en la rudeza de mis verdades ninguna animadversión contra vosotros. Mis  razonamientos van encaminados sólo a demostrar lo falso y erróneo de la  posición adoptada en la presente situación por todo el Poder Judicial, del cual  cada tribunal no es más que una simple pieza obligada a marchar, hasta cierto  punto, por el mismo sendero que traza la máquina, sin que ellos justifique,  desde luego, a ningún hombre a actuar contra sus principios. Sé perfectamente  que la máxima responsabilidad le cabe a la alta oligarquía que sin un gesto  digno se plegó servilmente a los dictados del usurpador traicionando a la  nación y renunciando a la independencia del Poder Judicial. Excepciones  honrosas han tratado de remendar el maltrecho honor con votos particulares,  pero el gesto de la exigua minoría apenas ha trascendido, ahogado por actitudes  de mayorías sumisas y ovejunas. Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá  exponer la razón que me asiste. Si el traerme ante este tribunal no es más que  pura comedia para darle apariencia de legalidad y justicia a lo arbitrario,  estoy dispuesto a rasgar con mano firme el velo infame que cubre tanta  desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que me traen ante vosotros para  que se me juzgue y condene no han acatado una sola orden de este tribunal.
 
 Si este  juicio, como habéis dicho, es el más importante que se ha ventilado ante un  tribunal desde que se instauró la   República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura  de silencio que me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros  hagáis, la posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis  juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez,  sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del  futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se  haya escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y  por encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene  de ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero  implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además,  aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo  cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una  espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma  sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un  puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo.
 
 Os voy a  referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus  leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría  reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no  satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos  días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los  problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos  políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos  públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido  mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían  engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente  que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía  engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble  confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de  atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora,  un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.
 
 ¡Pobre pueblo!  Una mañana la ciudadanía se despertó estremecida; a las sombras de la noche los  espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la  tenían agarrada por las manos, por los pies y por el cuello. Aquellas garras  eran conocidas, aquellas fauces, aquellas guadañas de muerte, aquellas botas...  No; no era una pesadilla; se trataba de la triste y terrible realidad: un hombre  llamado Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie  esperaba.
 
 Ocurrió  entonces que un humilde ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en las  leyes de la República  y en la integridad de sus magistrados a quienes había visto ensañarse muchas  veces contra los infelices, buscó un Código de Defensa Social para ver qué  castigos prescribía la sociedad para el autor de semejante hecho, y encontró lo  siguiente:
 
 "Incurrirá  en una sanción de privación de libertad de seis a diez años el que ejecutare  cualquier hecho encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio  de la violencia, la   Constitución del Estado o la forma de gobierno  establecida."
 
 "Se  impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un  hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes  Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco  a veinte años si se llevare a efecto la insurrección".
 
 "El que  ejecutare un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte,  aunque fuere temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, al  Representantes, al Presidente de la República o al Tribunal Supremo de Justicia, el  ejercicio de sus funciones constitucionales, incurrirá en un sanción de  privación de libertad de seis a diez años.
 
 "El que  tratare de impedir o estorbar la celebración de elecciones generales; [...]  incurrirá en una sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años.
 
 "El que  introdujere, publicare, propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho,  orden o decreto que tienda [...] a provocar la inobservancia de las leyes  vigentes, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos años a seis  años."
 
 "El que  sin facultad legar para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas,  plazas, fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves de  guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez años.
 
 "Igual  sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución como  propia de alguno de los Poderes del Estado."
 
 Sin decir una  palabra a nadie, con el Código en una mano y los papeles en otra, el mencionado  ciudadano se presentó en el viejo caserón de la capital donde funcionaba el tribunal  competente, que estaba en la obligación de promover causa y castigar a los  responsables de aquel hecho, y presentó un escrito denunciando los delitos y  pidiendo para Fulgencio Batista y sus diecisiete cómplices la sanción de ciento  ocho años de cárcel como ordenaba imponerle el Código de Defensa Social con  todas las agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad.
 
 Pasaron los  días y pasaron los meses. ¡Qué decepción! El acusado no era molestado, se  paseaba por la República  como un amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y  nada menos que el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en  el lugar de honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra  justicia.
 
 Pasaron otra  vez los días y los meses. El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los  pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de  la ley, que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del  pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y acusó ante  los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y devolverle al pueblo  su libertad.
 
 Señores  magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día presentó inútilmente  ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron  las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones,, y ahora, cuando es a mí a  quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima  de la República,  se me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie  ni ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras  de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda  severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí  veintiséis años de cárcel.
 
 Me diréis que  aquella vez los magistrados de la   República no actuaron porque se lo impedía la fuerza;  entonces, confesadlo: esta vez también la fuerza os obligará a condenarme. La  primera no pudisteis castigar al culpable; la segunda, tendréis que castigar al  inocente. La doncella de la justicia, dos veces violada por la fuerza.
 
 ¡Y cuánta  charlatanería para justificar lo injustificable, explicar lo inexplicable y  conciliar lo inconciliable! Hasta que han dado por fin en afirmar, como suprema  razón, que el hecho crea el derecho. Es decir que el hecho de haber lanzado los  tanques y los soldados a la calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la Tesorería de la República y los demás  edificios oficiales, y apuntar con las armas al corazón del pueblo, crea el  derecho a gobernarlo. El mismo argumento pudieron utilizar los nazis que  ocuparon las naciones de Europa e instalaron en ellas gobiernos de títeres.
 
 Admito y creo  que la revolución sea fuerte de derecho; pero no podrá llamarse jamás  revolución al asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo. En el lenguaje  vulgar, como dijo José Ingenieros, suele darse el nombre de revolución a los  pequeños desórdenes que un grupo de insatisfechos promueve para quitar a los hartos  sus prebendas políticas o sus ventajas económicas, resolviéndose generalmente  en cambios de unos hombres por otros, en un reparto nuevo de empleos y  beneficios. Ése no es el criterio del filósofo de la historia, no puede ser el  del hombre de estudio.
 
 No ya en el  sentido de cambios profundos en el organismos social, ni siquiera en la  superficie del pantano público se vio mover una ola que agitase la podredumbre  reinante. Si en el régimen anterior había politiquería, ha multiplicado por  diez el pillaje y ha duplicado por cien la falta de respeto a la vida humana.
 
 Se sabía que  Barriguilla había robado y había asesinado, que era millonario, que tenía en la  capital muchos edificios de apartamentos, acciones numerosas en compañías  extranjeras, cuentas fabulosas en bancos norteamericanos, que repartió bienes  gananciales por dieciocho millones de pesos, que se hospedaba en el más lujoso  hotel de los millonarios yanquis, pero lo que nunca podrá creer nadie es que  Barriguilla fuera revolucionario. Barriguilla es el sargento de Weyler que  asesinó doce cubanos en el Guatao... En Santiago de Cuba fueron setenta. De te  fabula narratur.
 Cuatro  partidos políticos gobernaban el país antes del 10 de marzo: Auténtico,  Liberal, Demócrata y Republicano. A los dos días del golpe se adhirió el  Republicano; no había pasado un año todavía y ya el Liberal y el Demócrata  estaban otra vez en el poder, Batista no restablecía la Constitución, no  restablecía las libertades públicas, no restablecía el Congreso, no restablecía  el voto directo, no restablecía en fin ninguna de las instituciones  democráticas arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja, Guas Inclán,  Salvito García Ramos, Anaya Murillo, y con los altos jerarcas de los partidos  tradicionales en el gobierno, a lo más corrompido, rapaz, conservador y  antediluviano de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de Barriguilla!
 
 Ausente del  más elemental contenido revolucionario, el régimen de Batista ha significado en  todos los órdenes un retroceso de veinte años para Cuba. Todo el mundo ha  tenido que pagar bien caro su regreso, pero principalmente las clases humildes  que están pasando hambre y miseria mientras la dictadura que ha arruinado al  país con la conmoción, la ineptitud y la zozobra, se dedica a la más repugnante  politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse en el poder  aunque tenga que ser sobre un montón de cadáveres y un mar de sangre.
 
 Ni una sola  iniciativa valiente ha sido dictada. Batista vive entregado de pies y manos a  los grandes intereses, y no podía ser de otro modo, por su mentalidad, por la  carencia total de ideología y de principios, por la ausencia absoluta de la fe,  la confianza y el respaldo de las masas. Fue un simple cambio de manos y un  reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y la rémora de  parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador. ¡Cuántos  oprobios se le han hecho sufrir al pueblo para que un grupito de egoístas que  no sienten por la patria la menor consideración puedan encontrar en la cosa  pública un modus vivendi fácil y cómodo!.
 
 ¡Con cuánta  razón dijo Eduardo Chibás en su postrer discurso que Batista alentaba el  regreso de los coroneles, del palmacristi y de la ley de fuga! De inmediato  después del 10 de marzo comenzaron a producirse otra vez actos verdaderamente  vandálicos que se creían desterrados para siempre en Cuba: el asalto a la Universidad del Aire,  atentado sin precedentes a una institución cultural, donde los gangsters del  SIM se mezclaron con los mocosos de la juventud del PAU; el secuestro del  periodista Mario Kuchilán, arrancado en plena noche de su hogar y torturado  salvajemente hasta dejarlo casi desconocido; el asesinato del estudiante Rubén  Batista y las descargas criminales contra una pacífica manifestación  estudiantil junto al mismo paredón donde los voluntarios fusilaron a los  estudiantes del 71; hombres que arrojaron la sangre de los pulmones ante los  mismos tribunales de justicia por las bárbaras torturas que les habían aplicado  en los cuerpos represivos, como en el proceso del doctor García Bárcena. Y no  voy a referir aquí los centenares de casos en que grupos de ciudadanos han sido  apaleados brutalmente sin distinción de hombres o mujeres, jóvenes o viejos.  Todo esto antes del 26 de julio. Después, ya se sabe, ni siquiera el cardenal  Arteaga se libró de actos de esta naturaleza. Todo el mundo sabe que fue  víctima de los agentes represivos. Oficialmente afirmaron que era obra de una  banda de ladrones. Por una vez dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es este  régimen?...
 
 La ciudadanía  acaba de contemplar horrorizada el caso del periodista que estuvo secuestrado y  sometido a torturas de fuego durante veinte días. En cada hecho un cinismo  inaudito, una hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la responsabilidad y  culpar invariablemente a los enemigos del régimen. Procedimientos de gobierno  que no tienen nada que envidiarle a la peor pandilla de gangster. Hitler asumió  la responsabilidad por las matanzas del 30 de junio de 1934 diciendo que había  sido durante 24 horas el Tribunal Supremo de Alemania; los esbirros de esta  dictadura, que no cabe compararla con ninguna otra por la baja, ruin y cobarde,  secuestran, torturan, asesinan, y después culpan canallescamente a los  adversarios del régimen. Son los métodos típicos del sargento Barriguilla.
 
 En todos estos  hechos que he mencionado, señores magistrados, ni una sola vez han aparecido  los responsables para ser juzgados por los tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el  régimen del orden, de la paz pública y el respeto a la vida humana?
 
 Si todo esto he  referido es para que se me diga si tal situación puede llamarse revolución  engendradora de derecho; si es o no lícito luchar contra ella; si no han de  estar muy prostituidos los tribunales de la República para enviar a  la cárcel a los ciudadanos que quieren librar a su patria de tanta infamia.
 
 Cuba está  sufriendo un cruel e ignominioso despotismo, y vosotros no ignoráis que la  resistencia frente al despotismo es legítima; éste es un principio  universalmente reconocido y nuestra Constitución de 1940 lo consagró  expresamente en el párrafo segundo del artículo 40: "Es legítima la  resistencia adecuada para la protección de los derechos individuales  garantizados anteriormente." Más, aun cuando no lo hubiese consagrado  nuestra ley fundamental, es supuesto sin el cual no puede concebirse la  existencia de una colectividad democrática. El profesor Infiesta en su libro de  derecho constitucional establece una diferencia entre Constitución Política y  Constitución Jurídica, y dice que "a veces se incluyen en la Constitución Jurídica  principios constitucionales que, sin ello, obligarían igualmente por el  consentimiento del pueblo, como los principios de la mayoría o de la  representación en nuestras democracias". El derecho de insurrección frente  a la tiranía es uno de esos principios que, esté o no esté incluido dentro de la Constitución Jurídica,  tiene siempre plena vigencia en una sociedad democrática. El planteamiento de  esta cuestión ante un tribunal de justicia es uno de los problemas más  interesantes del derecho público. Duguit ha dicho en su Tratado de Derecho  Constitucional que "si la insurrección fracasa, no existirá tribunal que  ose declarar que no hubo conspiración o atentado contra la seguridad del Estado  porque el gobierno era tiránico y la intención de derribarlo era  legítima". Pero fijaos bien que no dice "el tribunal no deberá",  sino que "no existirá tribunal que ose declarar"; más claramente, que  no habrá tribunal que se atreva, que no habrá tribunal lo suficientemente  valiente para hacerlo bajo una tiranía. La cuestión no admite alternativa; si  el tribunal es valiente y cumple con su deber, se atreverá.
 
 Se acaba de  discutir ruidosamente la vigencia de la Constitución de 1940; el Tribunal de Garantías  Constitucionales y Sociales falló en contra de ella y a favor de los Estatutos;  sin embargo, señores magistrados, yo sostengo que la constitución de 1940 sigue  vigente. Mi afirmación podrá parecer absurda y extemporánea; pero no os  asombréis, soy yo quien se asombra de que un tribunal de derecho haya intentado  darle un vil cuartelazo a la   Constitución legítima de la República. Como  hasta aquí, ajustándome rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la razón,  demostraré lo que acabo de afirmar. El Tribunal de Garantías Constitucionales y  Sociales fue instituido por el artículo 172 de la Constitución de 1940,  complementado por la Ley   Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949. Estas leyes, en  virtud de las cuales fue creado, le concedieron, en materia de  inconstitucionalidad, una competencia específica y determinada: resolver los  recursos de inconstitucionalidad contra las leyes, decretos-leyes, resoluciones  o actos que nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos y  garantías constitucionales o que impidan el libre funcionamiento de los órganos  del Estado. En el artículo 194 se establecía bien claramente: "Los jueces  y tribunales están obligados a resolver los conflictos entre las leyes vigentes  y la Constitución  ajustándose al principio de que ésta prevalezca siempre sobre aquéllas."  De acuerdo, pues, con las leyes que le dieron origen, el Tribunal de Garantías  Constitucionales y Sociales debía resolver siempre a favor de la Constitución. Si  ese tribunal hizo prevalecer los Estatutos por encima de la Constitución de la República se salió por  completo de su competencia y facultades, realizando, por tanto, un acto  jurídicamente nulo. La decisión en sí misma, además, es absurda y lo absurdo no  tiene vigencia ni de hecho ni de derecho, no existe ni siquiera  metafísicamente. Por muy venerable que sea un tribunal no podrá decir que el  círculo es cuadrado, o, lo que es igual, que el engendro grotesco del 4 de  abril puede llamarse Constitución de un Estado.
 
 Entendemos por  Constitución la ley fundamental y suprema de una nación, que define su  estructura política, regula el funcionamiento de los órganos del Estado y pone  límites a sus actividades, ha de ser estable, duradera y más bien rígida. Los  Estatutos no llenan ninguno de estos requisitos. Primeramente encierran una  contradicción monstruosa, descarada y cínica en lo más esencial, que es lo  referente a la integración de la   República y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice:  "Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República  democrática..." El Presidente de la República será designado por el Consejo de  Ministros. ¿Y quién elige el Consejo de Ministros? El artículo 120, inciso 13:  "Corresponde al Presidente nombrar y renovar libremente a los ministros,  sustituyéndolos en las oportunidades que proceda." ¿Quién elige a quién  por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha  resuelto todavía?
 
 Un día se  reunieron dieciocho aventureros. El plan era asaltar la República con su  presupuesto de trescientos cincuenta millones. Al amparo de la traición y de  las sombras consiguieron su propósito: "¿Y ahora qué hacemos?" Uno de  ellos les dijo a los otros: "Ustedes me nombran primer ministro y yo los  nombro generales." Hecho esto buscó veinte alabarderos y les dijo:  "Yo los nombro ministros y ustedes me nombran presidente." Así se nombraron  unos a otros generales, ministros, presidente y se quedaron con el Tesoro y la República.
 
 Y no es que se  tratara de la usurpación de la soberanía por una sola vez para nombrar  ministros, generales y presidente, sino que un hombre se declaró en unos  estatutos dueño absoluto, no ya de la soberanía, sino de la vida y la muerte de  cada ciudadano y de la existencia misma de la nación. Por eso sostengo que no  solamente es traidora, vil, cobarde y repugnante la actitud del Tribunal de  Garantías Constitucionales y Sociales, sino también absurda.
 
 Hay en los  Estatutos un artículo que ha pasado bastante inadvertido pero es el que da la  clave de esta situación y del cual vamos a sacar conclusiones decisivas. Me  refiero a la cláusula de reforma contenida en el artículo 257 y que dice  textualmente: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo  de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros."  Aquí la burla llegó al colmo. No es sólo que hayan ejercido la soberanía para  imponer al pueblo una Constitución sin contar con su consentimiento y elegir un  gobierno que concentra en sus manos todos los poderes, sino que por el artículo  257 hacen suyo definitivamente el atributo más esencial de la soberanía que es  la facultad de reformar la ley suprema y fundamental de la nación, cosa que han  hecho ya varias veces desde el 10 de marzo, aunque afirman con el mayor cinismo  del mundo en el artículo 2 que la soberanía reside en el pueblo y de él dimanan  todos los poderes. Si para realizar estas reformas basta la conformidad del  Consejo de Ministros, queda entonces en manos de un solo hombre el derecho de  hacer y deshacer la   República, un hombre que es además el más indigno de los que  han nacido en esta tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el Tribunal de Garantías  Constitucionales, y es válido y es legal todo lo que ello se derive? Pues bien,  veréis lo que aceptó: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el  Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros."  Tal facultad no reconoce límites; al amparo de ella cualquier artículo,  cualquier capítulo, cualquier título, la ley entera puede ser modificada. El  artículo 1, por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba es un Estado  independiente y soberano organizado como República democrática —"aunque de  hecho sea hoy una satrapía sangrienta"—; el artículo 3 dice que "el  territorio de la República  está integrado por la Isla  de Cuba, la Isla  de Pinos y las demás islas y cayos adyacentes..."; así sucesivamente.  Batista y su Consejo de Ministros, al amparo del artículo 257, pueden modificar  todos esos atributos, decir que Cuba no es ya una República, sino una Monarquía  Hereditaria y ungirse él, Fulgencio Batista, Rey; pueden desmembrar el  territorio nacional y vender una provincia a un país extraño como hizo Napoleón  con la Louisiana;  pueden suspender el derecho a la vida y, como Herodes, mandar a degollar los  niños recién nacidos: todas estas medidas serían legales y vosotros tendríais  que enviar a la cárcel a todo el que se opusiera, como pretendéis hacer conmigo  en estos momentos. He puesto ejemplos extremos para que se comprenda mejor lo  triste y humillante que se nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas en  manos de hombres que de verdad son capaces de vender la República con todos sus  habitantes!
 
 Si el Tribunal  de Garantías Constitucionales aceptó semejante situación, ¿qué espera para  colgar las togas? Es un principio elemental de derecho público que no existe la  constitucionalidad allí donde el Poder Constituye y el Poder Legislativo  residen en el mismo organismo. Si el Consejo de Ministros hace las leyes, los  decretos, los reglamentos y al mismo tiempo tiene facultad de modificar la Constitución en diez  minutos, ¡maldita la falta que nos hace un Tribunal de Garantías  Constitucionales! Su fallo es, pues, irracional, inconcebible, contrario a la  lógica y a las leyes de la   República, que vosotros, señores magistrados, jurasteis  defender. Al fallar a favor de los Estatutos no quedó abolida nuestra ley  suprema; sino que el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales se puso  fuera de la Constitución,  renunció a sus fueros, se suicidó jurídicamente. ¡Qué en paz descanse!
 
 El derecho de  resistencia que establece el artículo 40 de esa Constitución está plenamente  vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras la República marchaba  normalmente? No, porque era para la Constitución lo que un bote salvavidas es para  una nave en alta mar, que no se lanza al agua sino cuando la nave ha sido  torpedeada por enemigos emboscados en su ruta. Traicionada la Constitución de la República y arrebatadas  al pueblo todas sus prerrogativas, sólo le quedaba ese derecho, que ninguna  fuerza le puede quitar, el derecho a resistir a la opresión y a la injusticia.  Si alguna duda queda, aquí está un artículo del Código de Defensa Social, que  no debió olvidar el señor fiscal, el cual dice textualmente: "Las  autoridades de nombramiento del Gobierno o por elección popular que no hubieren  resistido a la insurrección por todos los medios que estuvieren a su alcance,  incurrirán en una sanción de interdicción especial de seis a diez años."  Era obligación de los magistrados de la República resistir el cuartelazo traidor del 10  de marzo. Se comprende perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley,  cuando nadie ha cumplido el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han  cumplido con la ley y el deber.
 
 No podréis  negarme que el régimen de gobierno que se le ha impuesto a la nación es indigno  de su tradición y de su historia. En su libro. El espíritu de las leyes, que  sirvió de fundamento a la moderna división de poderes, Montesquieu distingue  por su naturaleza tres tipos de gobierno: "el Republicano, en que el  pueblo entero o una parte del pueblo tiene el poder soberano; el Monárquico, en  que uno solo gobierna pero con arreglo a Leyes fijas y determinadas; y el  Despótico, en que uno solo, sin Ley y sin regla, lo hace todo sin más que su  voluntad y su capricho." Luego añade: "Un hombre al que sus cinco  sentidos le dicen sin cesar que lo es todo, y que los demás no son nada, es  naturalmente ignorante, perezoso, voluptuoso." "Así como es necesaria  la virtud en una democracia, el honor en una monarquía, hace falta el temor en  un gobierno despótico; en cuanto a la virtud, no es necesaria, y en cuanto al  honor, sería peligroso."
 
 El derecho de  rebelión contra el despotismo, señores magistrados, ha sido reconocido, desde  la más lejana antigüedad hasta el presente, por hombres de todas las doctrinas,  de todas las ideas y todas las creencias.
 
 En las  monarquías teocráticas de las más remota antigüedad china, era prácticamente un  principio constitucional que cuando el rey gobernase torpe y despóticamente,  fuese depuesto y reemplazado por un príncipe virtuoso.
 
 Los pensadores  de la antigua India ampararon la resistencia activa frente a las  arbitrariedades de la autoridad. Justificaron la revolución y llevaron muchas  veces sus teorías a la práctica. Uno de sus guías espirituales decía que  "una opinión sostenida por muchos es más fuerte que el mismo rey. La soga  tejida por muchas fibras es suficiente para arrastrar a un león."
 
 Las ciudades  estados de Grecia y la   República Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban la  muerte violenta de los tiranos.
 
 En la Edad Media, Juan de  Salisbury en su Libro de hombre de Estado, dice que cuando un príncipe no  gobierna con arreglo a derecho y degenera en tirano, es lícita y está  justificada su deposición violenta. Recomienda que contra el tirano se use el  puñal aunque no el veneno.
 
 Santo Tomás de  Aquino, en la Summa   Theologíca, rechazó la doctrina del tiranicidio, pero  sostuvo, sin embargo, la tesis de que los tiranos debían ser depuestos por el  pueblo.
 
 Martín Lutero  proclamó que cuando un gobierno degenera en tirano vulnerando las leyes, los  súbditos quedaban librados del deber de obediencia. Su discípulo Felipe  Melanchton sostiene el derecho de resistencia cuando los gobiernos se  convierten en tirano. Calvino, el pensador más notable de la Reforma desde el punto de  vista de las ideas políticas, postula que el pueblo tiene derecho a tomar las  armas para oponerse a cualquier usurpación.
 
 Nada menos que  un jesuita español de la época de Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege  et Regis Institutione, afirma que cuando el gobernante usurpa el poder, o  cuando, elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito el  asesinato por un simple particular, directamente, o valiéndose del engaño, con  el menor disturbio posible.
 
 El escritor  francés Francisco Hotman sostuvo que entre gobernantes y súbditos existe el  vínculo de un contrato, y que el pueblo puede alzarse en rebelión frente a la  tiranía de los gobiernos cuando éstos violan aquel pacto.
 
 Por esa misma  época aparece también un folleto que fue muy leído, titulado Vindiciae Contra  Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus Junius Brutus, donde se  proclama abiertamente que es legítima la resistencia a los gobiernos cuando  oprimen al pueblo y que era deber de los magistrados honorables encabezar la  lucha.
 
 Los  reformadores escoceses Juan Knox y Juan Poynet sostuvieron este mismo punto de  vista, y en el libro más importante de ese movimiento, escrito por Jorge  Buchnam, se dice que si el gobierno logra el poder sin contar con el  consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste de una manera injusta y  arbitraria, se convierte en tirano y puede ser destituido o privado de la vida  en el último caso.
 
 Juan Altusio,  jurista alemán de principios del siglo XVII, en su Tratado de política, dice  que la soberanía en cuanto autoridad suprema del Estado nace del concurso  voluntario de todos sus miembros; que la autoridad suprema del Estado nace del  concurso voluntario del gobierno arranca del pueblo y que su ejercicio injusto,  extralegal o tiránico exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la  resistencia y la rebelión.
 
 Hasta aquí, señores  magistrados, he mencionado ejemplos de la Antigüedad, la Edad Media y de los  primeros tiempos de la   Edad Moderna: escritores de todas las ideas y todas las  creencias. Más, como veréis, este derecho está en la raíz misma de nuestra  existencia política, gracias a él vosotros podéis vestir hoy esas togas de  magistrados cubanos que ojalá fueran para la justicia.
 
 Sabido es que  en Inglaterra, en el siglo XVII, fueron destronados dos reyes, Carlos I y  Jacobo II, por actos de despotismo. Estos hechos coincidieron con el nacimiento  de la filosofía política liberal, esencia ideológica de una nueva clase social  que pugnaba entonces por romper las cadenas del feudalismo. Frente a las  tiranías de derecho divino esa filosofía opuso el principio del contrato social  y el consentimiento de los gobernados, y sirvió de fundamento a la revolución  inglesa de 1688, y a las revoluciones americana y francesa de 1775 y 1789.  Estos grandes acontecimientos revolucionarios abrieron el proceso de liberación  de las colonias españolas en América, cuyo último eslabón fue Cuba. En esta  filosofía se alimentó nuestro pensamiento político y constitucional que fue  desarrollándose desde la primera Constitución de Guáimaro hasta la del 1940,  influida esta última ya por las corrientes socialistas del mundo actual que  consagraron en ella el principio de la función social de la propiedad y el  derecho inalienable del hombre a una existencia decorosa, cuya plena vigencia  han impedido los grandes intereses creados.
 
 El derecho de insurrección contra la tiranía recibió entonces su  consagración definitiva y se convirtió en postulado esencial de la libertad  política.
 Ya en 1649  Juan Milton escribe que el poder político reside en el pueblo, quien puede  nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de separar a los tiranos.
 
 Juan Locke en  su Tratado de gobierno sostiene que cuando se violan los derechos naturales del  hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de suprimir o cambiar de  gobierno. "El único remedio contra la fuerza sin autoridad está en oponerle  la fuerza."
 
 Juan Jacobo  Rousseau dice con mucha elocuencia en su Contrato Social: "Mientras un  pueblo se ve forzado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede  sacudir el yugo y lo sacude, hace mejor, recuperando su libertad por el mismo  derecho que se la han quitado." "El más fuerte no es nunca  suficientemente fuerte para ser siempre el amo, si no transforma la fuerza en  derecho y la obediencia en deber. [...] La fuerza es un poder físico; no veo  qué moralidad pueda derivarse de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de  necesidad, no de voluntad; todo lo más es un de prudencia. ¿En qué sentido  podrá ser esto un deber?" "Renunciar a la libertad es renunciar a la  calidad del hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay  recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incomparable  con la naturaleza del hombre, y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar  toda la moralidad a las acciones. En fin, es una convicción vana y  contradictoria estipular por una parte con una autoridad absoluta y por otra  con una obediencia sin límites..."
 
 Thomas Paine  dijo que "un hombre justo es más digno de respeto que un rufián  coronado".
 
 Sólo  escritores reaccionarios se opusieron a este derecho de los pueblos, como aquel  clérigo de Virginia, Jonathan Boucher, quien dijo que "El derecho a la  revolución era una doctrina condenable derivada de Lucifer, el padre de las  rebeliones".
 
 La Declaración de  Independencia del Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776, consagró este  derecho en un hermoso párrafo que dice: "Sostenemos como verdades  evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su  Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan la vida, la  libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se  instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan del  consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda  a destruir esos fines, al pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e  instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus  poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y  felicidad."
 
 La famosa  Declaración Francesa de los Derechos del Hombre legó a las generaciones venideras  este principio: "Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la  insurrección es para éste el más sagrado de los derechos y el más imperioso de  los deberes." "Cuando una persona se apodera de la soberanía debe ser  condenada a muerte por los hombres libres."
 
 Creo haber  justificado suficientemente mi punto de vista: son más razones que las que  esgrimió el señor fiscal para pedir que se me condene a veintiséis años de  cárcel; todas asisten a los hombres que luchan por la libertad y la felicidad  de un pueblo; ninguna a los que lo oprimen, envilecen y saquean  despiadadamente; por eso yo he tenido que exponer muchas y él no pudo exponer  una sola. ¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó  contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las  leyes de la Revolución?  ¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se han conjugado los hombres, las  ideas y los métodos más retrógrados de la vida pública? ¿Cómo considerar  jurídicamente válida la alta traición de un tribunal cuya misión era defender  nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la cárcel a ciudadanos que  vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y su vida? ¡Eso es  monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la verdadera justicia!
 
 Pero hay una  razón que nos asiste más poderosa que todas las demás: somos cubanos, y ser  cubano implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es traición. Vivimos  orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y  hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos  enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de  nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez y Martí fueron los  primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro; se nos enseñó que el Titán  había dicho que la libertad no se mendiga, sino que se conquista con el filo  del machete; se nos enseñó que para la educación de los ciudadanos en la patria  libre, escribió el Apóstol en su libro La Edad de Oro: "Un hombre que se conforma con  obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres  que se lo maltratan, no es un hombre honrado. [...] En el mundo ha de haber  cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos  hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos  hombres. Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les  roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En  esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad  humana..." Se nos enseñó que el 10 de octubre y el 24 de febrero son  efemérides gloriosas y de regocijo patrio porque marcan los días en que los  cubanos se rebelaron contra el yugo de la infame tiranía; se nos enseñó a  querer y defender la hermosa bandera de la estrella solitaria y a cantar todas  las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en cadenas vivir en afrenta y  oprobio sumidos, y que morir por la patria es vivir. Todo eso aprendimos y no  lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria se esté asesinando y encarcelando a  los hombres por practicar las ideas que les enseñaron desde la cuna. Nacimos en  un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que  consintamos en ser esclavos de nadie.
 
 Parecía que el  Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría  para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es  rebelde, su pueblo es digno, su pueblo su fiel a su recuerdo; hay cubanos que  han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio  vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga  viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir  a tu Apóstol!
 
 Termino mi  defensa, no lo haré como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad  del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en  Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su  suerte, es inconcebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una  república donde está de presidente un criminal y un ladrón.
 
 A los señores  magistrados, mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente,  sin mezquinas coacciones; no os guardo rencor, reconozco que en ciertos  aspectos habéis sido humanos y sé que el presidente de este tribunal, hombre de  limpia vida, no puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinantes  que lo obliga a dictar un fallo injusto. Queda todavía a la Audiencia un problema  más grave; ahí están las causas iniciadas por los setenta asesinatos, es decir,  la mayor masacre que hemos conocido; los culpables siguen libres con un arma en  la mano que es amenaza perenne para la vida de los ciudadanos; si no cae sobre  ellos todo el peso de la ley, por cobardía o porque se lo impidan, y no  renuncien en pleno todos los magistrados, me apiado de vuestras honras y  compadezco la mancha sin precedentes que caerá sobre el Poder Judicial.
 
 En cuanto a  mí, sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de  amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la  furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos.  Condenadme, no importa, La historia me absolverá.
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